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José Juan Cervera
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán
La Jornada Maya

Viernes 17 de marzo, 2017


No es necesario hacer del libro un objeto idealizado para reconocer que bajo su influjo acaecen revelaciones. Sin ser un acto de taumaturgia, la lectura auspicia conexiones profundas que acaso puedan acompañarnos durante el resto de nuestra existencia.

Quien se acerque a la palabra escrita reduciéndola siempre a entretenimiento ligero, habrá de cosechar frutos exiguos en su descolorida incursión. El deseo de conocer los valores de fondo que sostienen el entramado vital de una obra y su extensión a los caudales de otras, conduce a la necesidad de destinar muchas horas a los procesos de absorción lectora y a la recreación de los contenidos así allegados.

Pero las exigencias de la vida cotidiana pueden desviarnos momentáneamente de este propósito, y diluir su eficacia en aras de objetivos más tangibles. A esto habría que añadir los múltiples distractores que la novísima cultura de masas trae para nosotros, generalmente figuras de oropel que conquistan espacios cada vez más visibles.

Y la disputa no se contrae a los dos polos recién esbozados, sino que en ocasiones toma como escenario el árido terreno desde el cual los beneficiarios de la lectura llegan a concebirla únicamente como actividad que favorece la aceptación individual ante un público que puede ser diverso en sus preferencias inmediatas; al conducirse así, quienes definen su inconsistencia lectora como una fuente de prestigio al amparo de la moda y de la imagen desenfadada, contradicen, con su menguado poder persuasivo, la construcción de una cultura letrada que alcance la plenitud de las satisfacciones discretas y de los valores intrínsecos.

Uno de los muchos pasajes memorables del ensayo [i]Confesiones bibliográficas[/i], de Roberto Calasso describe el encuentro de Elías Canetti con uno de los libros de más profundo significado en sus búsquedas intelectuales, cuya lectura aplazó durante nueve años. En palabras de Canetti, citadas por Calasso en traducción de Teresa Ramírez Vadillo, el asunto queda de este modo: “Los libros son para una doble aventura. La primera es el descubrimiento: cuando lo encuentro en alguna parte huelo la importancia que podrán tener en un futuro para mí y, por así decir, me los apropio físicamente. Después de lo cual pasan con frecuencia muchos años hasta la segunda aventura, cuando por un incomprensible impulso los tomo en la mano y, excluyendo cualquier otro interés, me les abalanzo como en un delirio.”

Cuando el móvil de la lectura no es la obligación que suele predominar en los ámbitos escolares y en los nudos de otros circuitos institucionales, su potencial bienhechor llega a florecer inadvertidamente, sin plazos perentorios ni estridencias. Así suma un lazo más al venturoso proceso de íntima comunión con las letras.

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