de

del

Zulai Marcela Fuentes*
Ilustración: Arbee Antonio
La Jornada Maya

Viernes 17 de febrero, 2017


A Hernán Lara Zavala



[i]Así es como termina el mundo[/i]
[i]Así es como termina el mundo[/i]
[i]Así es como termina el mundo[/i]
[i]No con un golpe sino en sollozo[/i]
T.S. Eliot


Ninguna culpa tenían los vietcongs que masacró y menos aquellas mujeres y niños macilentos cuya piel cetrina se teñía de rojo después del vuelo de los bombarderos. Qué tenía él que ver en todo eso, cuando su única ambición había sido convertirse en mecánico especializado para ganar mucho dinero. Buen trabajo iba ahora a desempeñar sin una mano, con un clavo de platino en la cadera. Maldita suerte el estallido de aquel campo minado no contento con su infernal monotonía de selva, tentáculos de palmeras y hojas gigantescas que abrazan asfixiando, víboras como lianas confundiendo, invitando, no a comer el fruto prohibido, sino a dejarse compartir por el veneno, pócima oportuna que evitaría otra muerte peor que la de ver morir a mano propia a esos seres de color cetrino, cubiertos de vísceras que violentaron las armas.

No lo aguardaba una mujer. Demasiado pedirle a Penélope que postergara todo ese calor difícilmente contenible, esa piel que hay que dar a tocar a quien sea, cuando el verano exige amor a raudales. Cómo habrían sido entonces aquellos dos veranos de ausencia. Otras manos habrían hecho lo mismo que las suyas cuando rodeaban la cintura, estrechaban las caderas, y los pechos se le adherían con sudor al propio pecho. Y las lenguas a buscarse junto con los ojos tímidos del inicio, cuajados de preguntas los de ella, evasivos de respuesta los de él, porque sólo sabía que tenía que irse, que dejarla por algún tiempo o bien definitivamente. Cómo saberlo si al fin ese tampoco era su problema.

Empaca lo necesario: varias prendas de mezclilla, sus mismas botas de la armada que habían recogido polvo de tantos caminos imposibles de cruzar. Antiguos enseres para acampar bajo las estrellas. Eso sí lo hará dichoso, por lo menos instantáneamente. Dormir de cara al firmamento, ser único testigo de la permanencia y estática aparentes de un cielo donde seguramente no habrá vísceras explotando, gritos obscenos, devastación inútil. Ahora esas mismas estrellas le marcan el rumbo hacia el sur. México siempre estuvo tan cerca, tan barato. No hay necesidad de inventar nuevos paraísos. Detrás de la desolación hay otro cielo, otra tierra. La pensión debe bastar para darse buena vida. Pero qué caso tendría andar por ahí como tanto gringo camarón con gafas negras, tirado como fardo en una playa repleta de venteros ambulantes. Hay que cuidarse de gastar la pensión en idioteces. Además, existen tantas formas de viajar. Tal vez vuele de Tallahassee a Cozumel y ahí pruebe a sumergirse en el cristal y olvidar en su fondo turquesa tanta desdicha. Lavar la culpa hasta que la devoren las bestias marinas o se vaya por otras corrientes hacia la zona crepuscular.
Llega el día de partir. Quiere ver los templos que sólo conoce a través de las crónicas y litografías de Stephens y Catherwood. Y al mismo tiempo se pregunta por qué el trópico, como si su estancia en los campos de CuChi no hubiera bastado. Desde luego que aquella no fue su elección, en tanto que ahora es distinto. Se convence de su acierto en cuanto desciende del avión. Tres o cuatro días bastarán para remojarse y bruñir la piel descolorida a base de encierro prolongado en el Veterans’ Memorial durante su convalecencia. Al muñón le hace falta salir de su escondite aunque sea para provocar malsana curiosidad. Su cojera también lo hace objeto de burla. Pero jodido y todo sigue siendo blanco y a nadie le importa que haya perdido la guerra.

-Después de acomodar sus cosas en un hotel barato del centro de la isla se dispone a recorrerla. No sin antes probar algún bocado, absteniéndose, claro, de los restaurantes demasiado asépticos con aire acondicionado. Él ya conoce el sabor de la inmundicia; tampoco añora las hamburguesas ni las papas a la francesa. En el mercado estará como en su casa. Moctezuma no tiene por qué vengarse de él que acaba de expiar todos los pecados del mundo en tan sólo dos años de su vida. Entonces por qué rehusarse a un buen pescado frito acompañado de frijol, aunque, a decir verdad, Cortés también desembocó en Cozumel. Algo hay de evocativo en estas caritas de color cetrino. Será su rostro marcado de antiguo genocidio.

En el mercado hay toda clase de frutas apetitosas; sobre todo mangos muy verdes que se comen salpicados de un polvito rojo muy picante; también un agua lechosa que llaman horchata. En CuChi solían beberla, pero no tan dulce. Pensar que no lleva gastados ni veinte dólares en tres días y ha comido hasta saciarse como no lo había hecho en años. Hay que conocer la isla, adentrarse en ella, penetrar sus caminos recónditos a sabiendas de que no habrá emboscadas ni campos minados, ni aldeas por arrasar. De modo que guarda varios mangos en su mochila, llena su cantimplora y pregunta cuál es el camino al santuario de Ixchel.

-Mejor llévese un guía, se puede perder.

-Gringo no ser pendejo, sobrevive guerra.

-¿Ya se le quitó el chorrillo?

-Llevar mangos verdes para curar.

-Tómese algo, no le busque.

-Gringo escapar la muerte.

Emprende el camino a pie bajo un sol canicular que desafía toda cordura. Inicia el recorrido en un pequeño sacbé que seguramente lleva después de muchos kilómetros hacia algún vestigio de adoratorio. Pero la monotonía de selva lo hace desviar la ruta en busca de alguna sorpresa. Quiere probar si es capaz de llegar sin necesidad de seguir el camino blanco. No avanza ni un kilómetro cuando disminuye el paso a causa de ciertos espasmos en el vientre. Seguramente Moctezuma…qué decir, si éstos no eran sus dominio, ¿o lo eran? Va de alivio, sólo que al siguiente kilómetro lo vuelve a abatir el vientre. Ni modo, el cuerpo exige, no hay más que hacer. Pero esta vez una ligera sensación de vértigo lo obliga a descansar en una piedra. Bebe por segunda ocasión de la cantimplora que se torna más ligera a medida en que el sol arrecia. Cuando llegue al santuario le pedirá a la diosa que lo ayude. Quizás ella también se confunda y piense que llegó Kukulkán, blanco y barbado, de allende los mares. Tal vez se transforme en mujer de carne y hueso y se apiade de este pobre diablo. Pero, ¿se pueden sentir escalofríos en medio de una selva calcinante donde sudan hasta las piedras, donde la tierra embriaga de tan húmeda, donde el aire no es aire y sólo jadeando se puede acumular el suficiente oxígeno para abastecer momentáneamente los pulmones? Sobreviene el vómito: una cascada verde y espumosa se precipita antes de que logre incorporarse. De rodillas ve sonriente que los mangos hacen sus estragos. No son como los que caen maduros sobre la Avenida Oeste. Estos sí son bravos, sobre todo por lo picantes. Con suerte ya estará mejor después de arrojarlo todo. Tal vez si intenta comer otro mango: [i]similia similibus curantor[/i]… Ya se repondrá, pero faltan kilómetros para que llegue. Podría intentar buscar el sacbé y ahorrarse unos pasos. Podría devolverse. Absurdo. Tanta experiencia para terminar amedrentándose por un simple malestar pasajero.

Un buen caminante que abarca grandes trechos en poco tiempo sin más brújula que los astros y su sentido de orientación sobrevive en cualquier percance. Por eso lleva su navaja suiza en caso de que algún animalillo quiera aventajarlo. Qué podría ser, ¿un jabalí?, ¿un ocelote? Quién piensa en eso con ese dolor de vientre que le recuerda las vísceras agonizantes de sus víctimas. Pero eso era otra cosa. La descarga de relámpagos era incomparablemente más violenta que unos cuantos mangos verdes y agua contaminada. Bueno, tal vez la carne de cerdo en achiote, si no estaba bien cocida, y el hielo que picaban de las paredes de la nevera de cervezas en la cantina. No, la metralleta era definitivamente más devastadora. Nuevamente la cascada de espuma verde interrumpe sus conjeturas y lo obliga a ponerse a horcajadas sobre el lecho rojo de arcilla y después a recargarse dificultosamente en un tronco quemado. El sol va cediendo en su inclemencia por lo que decide cerrar los ojos, mientras un sudor helado recorre su espina. El clavo de platino parecería estar haciendo mella y el muñón siente el clamor de la mano ausente. Tal vez hoy sea el 13 ahau, “el día alcanzado”.

Ahora una serpiente con mandíbulas descarnadas inmensamente abiertas. Es Xibalbá que sale de su inframundo. Ve su propio cuerpo dentro de un sarcófago inscrito y a medio abrir, y siente el aroma del copal. Se incorpora para vomitar de nuevo y es entonces cuando ve los pies desnudos de una mujer morena. Hacia arriba, piernas torneadas y apetitosos muslos flanquean un murciélago frondoso y negro que cuelga de un vientre maduro e insólito.

Trata de incorporarse todavía, pero ella se agacha y se tiende a su lado en la superficie del lecho de jengibre. Quiere abalanzarse encima de ella, pero al hacerlo queda de cuatro patas sobre el fango. La lluvia cae despiadada sobre sus espaldas. Tal vez así saciará la sed que lo consume y que los dos últimos tragos de la cantimplora no alcanzaron a saciar. Por si fuera poco, sigue expulsando el cuerpo. Al par del espasmo furibundo arroja cuanto de acuoso posee en su interior. En un tenesmo prolongado ignora si arroja heces o sus propias tripas convulsionadas.

La noche le llega recargado en un chaká, inmóvil. Ya no puede seguir caminando ni encontrar el sacbé, ni seguir su propio rastro. La lluvia lo ha borrado. Ya no verá el templo de Ixchel, ni las cuevas submarinas, ya no recordará los campos de CuChi, ni los pechos en racimo de Penélope. Ya no tendrá que cojear ni usar el garfio o la mano mecánica que le habían sugerido los médicos de Tallahassee, ni soñará con las tripas dinamitadas de las víctimas. Tampoco verá el sol canicular ni los hambrientos zopilotes circunvolando sus despojos sobrevivientes de la guerra.


*Escritora, traductora y editora de madre y abuelos yucatecos.
Nacida en la Ciudad de México y radicada en Mérida desde 2007.

[i]Mérida, Yucatán[/i]
[b]Mail[/b]


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