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Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: Fabrizio León Diez
La Jornada Maya

Martes 24 de enero, 2017


Era mucho menos viejo de lo que aparentaba. Tal vez ese ojo muerto, lagañoso, le obsequiaba varias, muchas décadas más. Sin embargo, el ojo bueno le brillaba al recordar cuando él y su padre fueron al zócalo de la Ciudad de México. Entonces, él era un niño, y cargaba su alcancía; iba a donar sus ahorros, todos, para que el presidente Lázaro Cárdenas expropiara el petróleo. “Éramos miles de personas”, me relató. “Muchísimos niños, como yo, con sus alcancías. Peones que llevaban su jornada, sabiendo que ese día su familia no iba a tener para comer. Enfermeras, policías, albañiles, abogados, arquitectos, electricistas… Todos ellos aportando su dinero, mucho o poco, apoyando al gobierno”.

Esto sucedió el 23 de marzo de 1938. Según crónicas periodísticas de entonces, una gran concentración se dio cita en el zócalo capitalino; algunas reportan que se juntaron más de 100 mil personas. Periodistas, locutores de radio, informadores, todos, dejaron constancia de tal alegría y contento que se manifestaba en todo el país: “Una ola de patriotismo y de júbilo congregó a multitudes que en toda la nación apoyaron el gesto de su gobierno”, se leía. Esta colecta se repitió en otros lugares del país; por ejemplo, en Toluca, donde el niño Martín Silva, según el recibo 0011705, contribuyó con la cantidad de $0.05 (cinco centavos) para “el pago de la deuda del petróleo para consolidar la independencia de México”. El documento está fechado en la capital del Estado de México el 26 de abril de 1938.

La gente no sólo contribuyó con dinero: gallinas, joyas, cuadros incluso. Miles de mexicanos le entregaron al gobierno sus objetos más valiosos. Estos actos de generosidad y patriotismo no resolvieron ni por mucho el endeudamiento, pero fueron un acto tangible de absoluto apoyo a la decisión presidencial.

En sus horas más bajas, el presidente Enrique Peña Nieto se encuentra ante su mayor reto: negociar con su homólogo estadunidense, Donald Trump, la nueva relación que regirá, en esta era incierta, a nuestros países. En el mensaje que dio ayer, a las once de la mañana, Peña Nieto no lanzó las coordenadas que esperábamos sino que siguió mareando la perdiz, arropado por esa misma comparsa devaluada en la que se ha parapetado. De nuevo, las palabras del aprendiz Luis Videgaray sonaron huecas, sin sustento. Se perdió otra vez la oportunidad de enderezar el rumbo, de desempolvar el sentimiento patriótico ante ese formidable extraño enemigo en el que se ha convertido Trump, cuyas suelas pisan —y pisotean—, profanando nuestro suelo y dignidad.

En el pasado, el mandatario mexicano hubiera recibido incontables muestras de solidaridad, de apoyo. En este presente, lo único que cosecha son recriminaciones. Desinflada su popularidad como globos en autódromo, incapaz de despegar del fango, su patética figura ha salpicado incluso su investidura. En un contexto histórico en el que ese temido [i]masiosare [/i]tiene nombre y apellido, los mexicanos no sólo nos sentimos temerosos ante el líder extranjero: también estamos desencantados de nuestros gobernantes. Huérfanos de héroes, en un valle de desesperanza, nos limitamos a llorar nuestras miserias, viendo atónitos una folklórica pasarela de personajes, ninguno con los tamaños que amerita la situación.

¡Incluso el [i]Chicharito [/i]lleva 14 partidos sin anotar..! Estéril, yerma tierra de ejemplos, recurrimos entonces a crearnos ideales imaginarios, viendo épica donde no la hay. Y por eso tanto ruido hace en esa caótica cantina en la que se han convertido las redes sociales una supuesta candidatura de Carlos Slim, creyendo que la mejor manera de combatir el fuego es con el fuego. Mientras tanto, las instituciones que deberían ser semilleros de entusiasmo —los partidos políticos— están enzarzadas en una competencia de ver cuál está más alejada de la realidad. La carrera está muy cerrada, al grado que ningún partido se ha sumado a la necesaria ola de austeridad; ninguno ha propuesto un recorte al financiamiento de nuestra carísima —e imperfecta— democracia. Hijos suyos, al fin y al cabo; bastardos de instituciones fallidas.

Y en esta tierra de desazón lo único que crece es la mala yerba, regada por nuestra amnesia líquida. De ahí esos brotes populistas, capaces de cambiar de discurso como de apariencia, todo con tal de encauzar el desánimo y el malestar hacia sus aspiraciones; jalar para su molino. Las falsedades del mercadólogo son las nuevas intervenciones del cirujano plástico, que confunden y tergiversan. Quien sólo incluyó una minoría anecdótica en su gabinete hoy se presenta como feminista. Quien hizo de los actos de gobierno un circo hoy pide austeridad. Quien endeudó a su estado con un faraónico museo y un inexistente hospital, hoy presume de haber tenido finanzas sanas. Nunca está de más recordar quién es Ivonne Ortega, y por tanto recomiendo la lectura del implacable e impecable recuento publicado por Antonio Salgado Borge en el portal sinembargo.mx

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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