Pablo A. Cicero Alonzo
Foto: Fabrizio León Diez
La Jornada Maya
Viernes 20 de enero, 2017
Cuando tenía 15 años, obviamente no había Facebook, ni Whatsapp; es más, ni celulares. Mi red social eran mis compañeros de secundaria, y mis amigos, mis verdaderos amigos, eran pocos: Héctor, José Antonio, Gabriel y Mauricio. Nos veíamos todos los días, platicábamos y montábamos bicicleta por aquella ciudad que se persiste a desaparecer en la geografía de los recuerdos.
Cada uno de nosotros tomamos distintos caminos. Sin embargo, a pesar de las distancias y las diferencias, es en ellos cuando pienso al intentar definir la palabra amistad. Puedo pasar años sin verlos, pero sé cuándo cada uno de ellos está triste o feliz, sentimientos que me embargan igual. Me basta una palabra, una mirada. Y sé que es recíproco.
Es la familia que elegí, y que la fortuna me regaló. Son ellos —y ella, Isabel— los que mejor me conocen, los que saben lo que me molesta y lo que me agrada. Sobrevivimos juntos la feroz jungla de la niñez y la adolescencia; juntos nos parapetábamos y nos defendíamos de la crueldad y el abuso, que igual personifico con rostros de niños y adolescentes. Reíamos y llorábamos.
Mis padres conocían a sus padres; dónde vivían y en qué trabajaban. Yo les decía —y sigo haciéndolo— a sus padres tíos, y ellos así se referían —y se refieren— a los míos. Ellos, sin embargo, en la laberíntica genealogía política yucateca, no son mis primos, sino mis hermanos.
Por eso, podían pasar horas sin saber de nosotros y no se preocupaban. Sabían que estábamos recorriendo las calles en bici, o jugando básquet; que estábamos estudiando o preparándonos para una fiesta de 15 años. Reitero: no había celulares, y por tanto estábamos incomunicados, según la concepción actual. Pero estaba con ellos, y eso bastaba. En esa intimísima red social, los entonces niños y adolescentes que éramos nos hicimos los hombres que hoy somos.
Mi hija mayor tiene hoy día la edad en la que las raíces de mi amistad con Héctor, José Antonio, Gabriel y Mauricio se consolidaron, por lo que esos felices recuerdos me asaltan constantemente. Igual se hicieron más vívidos en esa memoria que ya comenzó a tropezar con los hechos que se registraron anteayer en Monterrey.
Mi adolescencia sería muy distinta hoy día. Tal vez encontraría en la soledad de la Internet el apoyo que encontré en ese puñado de amigos; tal vez exteriorizaría mis dudas y tristezas ante otros adolescentes anónimos en foros deshumanizados… Tal vez. Pero me es imposible imaginarme sin ellos y con las incontables horas que pasamos juntos.
Sólo sé que mi vida actual sería mucho más triste sin los cimientos que representan esos amigos. Con los años me he topado con hombres y mujeres excepcionales, cuya amistad me ha enriquecido, que me han ayudado a ser mejor persona; sin embargo, y a pesar de que las coincidencias con estos últimos son mayores, son mis amigos de la infancia y la adolescencia los que mejor me definen.
La tragedia de Monterrey es un reflejo de los nuevos tiempos, en los que las tecnologías y las circunstancias le han negado a las generaciones más jóvenes las experiencias que nosotros atesoramos en nuestros recuerdos. Las redes sociales virtuales nunca podrán suplantar a las reales, que nos conectan al mundo y a la realidad, que nos arrebatan el egoísmo y nos hacen más empáticos.
No me escandalizo por esa tragedia. No le echo la culpa ni responsabilizo a nadie. Me da pena y miedo. Yo fui hijo de tiempos difíciles y, sin embargo, felices; sobreviví. Nuestros niños y jóvenes parecen tenerlo todo, pero tal vez, sólo tal vez, nunca tengan lo que hoy, dos, tres décadas después, yo tuve y valoro en esta columna.
[b]Antes y ahora[/b]
Las imágenes más violentas a las que estaba expuesto en mi niñez y juventud eran las películas de Chuck Norris; los más intensos veían las de Charles Bronson.
Calificábamos de enfermos a los que rentaban en los videoclubes una serie que se llamaba [i]Perro mundo[/i]. Sólo los más intrépidos tenían una revista pornográfica, ya que para hacerlo se tenía que vencer el miedo y comprarla en un estanquillo. Cuando la calentura era mayor que la vergüenza del adolescente, éste tenía que transportarse kilómetros para comprar la [i]Playboy[/i]. Eran, reitero, los más intrépidos o los que tenían hermanos mayores.
Hoy día, un niño o joven puede acceder a imágenes o videos de violencia extrema o de aberraciones sexuales sólo con hacer [i]click[/i]. No hay persona que no haya visto las imágenes de lo sucedido en Monterrey, aunque después se haya apelado a la ley para que no se siguieran transmitiendo. La violencia igual se produce por ósmosis, y nunca antes habíamos estado expuestos tanto a ella. Si a nosotros nos impactó, hombres y mujeres ya hechos, no me imagino lo que puede provocar en las generaciones que nos suceden, aun transitando el difícil camino de la madurez.
[i]Mérida, Yucatán[/i]
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