La Jornada Maya
Foto: Juan Manuel Valdivia
Viernes 5 de junio, 2020
El problema último del racismo, lo que lo hace absolutamente inaceptable en cualquiera de sus disfraces, es que impide que nos veamos reflejados en todos los seres humanos. El racismo no se reconoce en la otredad, en los otros, los que “valen menos”.
Diferencias genéticas infinitesimales, productos del simple azar y sin ningún valor para determinar el alma y capacidades humanas, se usan como pretexto para no vernos como uno solo. El racista es ciego, no puede ver a la humanidad entera.
El racista y el racismo, en cualquier latitud o cultura, desgarra la solidaridad. No puede ser solidario porque ve a los otros como extranjeros a su idea del merecer, la virtud y la manera correcta de vivir. No puede compartir ni aportar con quienes califica como diferentes. Peor aún, sin solidaridad universal, la sociedad no puede existir de forma duradera y sana; en el racismo no todos pertenecen y, si lo hacen, no todos pertenecen igual.
El racismo crea amos, incluso para el racista. El racismo justifica toda atrocidad y atropello, no tiene compás moral. El racista es cruel, incluso consigo mismo, pues no se permite ejercer las más humanas de las experiencias y habilidades: conocer, aprender, descubrir, dialogar, cambiar y volverse complejo.
El racismo impide traer nuevas experiencias y capacidades al patrimonio colectivo, pues todo lo nuevo es sospechoso, ajeno, extranjero. El racista no puede confiar, pues para él o ella todos son posibles enemigos o seres decadentes, formas erróneas de existir.
El racismo convierte toda relación humana significativa en una relación de poder, no sólo entre los grupos que artificialmente concibe, sino también entre el grupo que fomenta el racismo. Todos, incluidos ella o él, se convierten en simples ejemplares animales a ser evaluados, clasificados y colocados en un ranking. El racista en el fondo, está solo, no hay iguales a él o ella, hay superiores o inferiores, sin humanidad ni hermandad sobre la cual construir el futuro.
Cuando vemos a alguien como menos, es el racismo que aflora. Cuando nos concebimos en un plano superior a otro, es el racismo que se cuela en el alma. Cuando en nuestra familia la violencia del fuerte o el proveedor genera tiranías, es el racismo que da coletazos. Cuando el que es diferente nos repele sin más, es el racismo interno que no quiere aprender nada, porque el racista también es perezoso, prefiere hacer lo que le dicten, antes que atreverse a pensar.
El racismo no reflexiona, el racista repite propaganda y frases hechas. El racista no sólo es monstruoso con los demás, de hecho hace de su vida un infierno y lo sabe.
Ese es un aspecto poco estudiado del racismo y en mucho lo que lo convierte en una trampa de la que es difícil escapar: el racista es primero racista con él o ella misma, se evalúa frente al espejo de su prejuicio racial y busca exagerar sus supuestos dotes y se acompleja de sus mal concebidas deficiencias. Al primero que el racista trata como un objeto o animal, es a sí mismo.
Por eso, cuando el racista abusa de una vida o la extingue, lo hace con una mezcla de terror y rabia; pues sabe que hay quienes en su torcida escala de jerarquías y supuesto grupo racial podrían hacerle lo mismo y tendría que aceptar esa falsa superioridad para ejercer la violencia máxima.
El racismo tiene que guardar las apariencias, todas, desde las físicas hasta las sociales, pues tiene que mostrar su fidelidad abyecta a una forma de ver y entender el mundo. El racista siempre tiene que rogar por ser aceptado y estar listo para denunciar al más íntimo, por eso no puede tejer relaciones sanas ni con sus más cercanos. El racista tiene que exudar prepotencia porque tiene miedo a que descubran quién es en realidad.
Frente al racismo está la alternativa de la emancipación, no sólo para el oprimido, sino también para el opresor. Frente al veneno del temor al extranjero y el otro, está el antídoto de la riqueza cultural, el conocimiento, el progreso y la creación infinita. Frente al ser humano depredador en su supuesta fuerza y dominio, está el ser humano sabio y capaz. Frente al macho que requiere de su hembra para reproducirse, mostrar trofeos y plumajes, están el hombre y la mujer como iguales. Frente a la presunción material está la infinita riqueza de compartir y crear más.
Frente a la más animal de las esclavitudes, está la más humana y fértil de las libertades.
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Edición: Elsa Torres
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