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Óscar Muñoz
Foto: Ulises Carrillo
La Jornada Maya

Miércoles 6 de mayo, 2020

Desde que comenzó la emergencia sanitaria, tuve cierta resistencia al confinamiento al que la Secretaría de Salud conminaba; aunque también me resistía al posible contagio de COVID-19. Así que enfrenté una doble resistencia: no quería estar encerrado, pero tampoco deseaba ningún contagio. Y no hubo más remedio que confinarme ante la insistencia de quedarse en casa.

Al principio del encierro, estuve atento a las recomendaciones de las autoridades sanitarias. Sin embargo, durante la primera semana, ya no sabía qué hacer: si seguir la recomendación de Salud federal, que indicaba que los cubrebocas sólo eran “útiles” para los enfermos de COVID-19 y para el personal de salud. Así que opté por no ponerme tapabocas. Pero, luego de que el gobierno local indicó que sería obligatorio para los habitantes de Yucatán llevarlo en lugares públicos, tuve que confeccionar uno “hechizo”: utilicé una tela para la limpieza de la casa, a la que le prendí un pin para sujetarlo por los extremos. La petición rayaba en la ridiculez y una imposibilidad: no había tapabocas en el mercado local y las tiendas de telas estaban cerradas por disposición oficial. Finalmente pude salir a buscar alimentos, con media cara tapada a 40 grados Celsius.

Otro día, las autoridades gubernamentales indicaron que no dejarían salir a las personas de sus colonias, lo que al principio me pareció un atentado al libre tránsito. Pero sí lo cumplieron: si el personal de seguridad veía un vehículo ocupado por dos o más pasajeros, los detenían y no les permitían pasar el retén. Algunos se enfurecían con la medida, otros regresaban a sus casas y otros más se quedaban ahí sin saber en realidad qué hacer.

En otra ocasión, el gobierno estatal anunció que les darían una especie de seguro del desempleo por un tiempo determinado. Ante la oferta oficial de apoyo, las solicitudes fueron excesivas y los recursos fueron rebasados. Tan sólo a un día del anuncio, el gobierno recibió alrededor de 100 mil solicitudes y muchos se quedaron sin ese apoyo. Además, algunos nos quedamos sin poder solicitar el seguro de desempleo, ya que sólo fueron convocados a quienes tuvieran entre los 18 y 65 años. Y como yo tengo 67, quedé en el limbo. Debo alcanzar los 68 años para recibir la pensión universal de la federación, por lo que tampoco la tengo.

Con tales decepciones, me he quedado en casa día y noche. La comida la solicito por mensaje a una cocina económica del fraccionamiento. Si acaso salgo dos o tres veces a la semana a conseguir víveres en el supermercado o la tienda. Y, sin más, sigo aquí, en espera de algo importante que suceda. Sólo me ha quedado ver algunas películas y mantenerme informado de la pandemia a través de las redes sociales.

Últimamente he comenzado a creer en algunas teorías conspiratorias: que si el virus fue creado en laboratorio, que si fue transmitido por un murciélago, que sólo es una cortina de humo para distraernos y no darnos cuenta de que los países poderosos hagan ajustes al orden mundial o que logren la dominación absoluta de la población mundial, como fue pronosticado por George Orwell en su novela 1984, o que se trata de una guerra bacteriológica. Y lo único que he ganado es llevarme inquietudes a la hora de dormir, lo que me dificulta conciliar el sueño. Aunque tengo interioridades encerradas que exigen salir cuando duerma, en una especie ensimismamiento onírico, que es como un encierro interno dentro de uno externo.

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Edición: Ana Ordaz


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