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Mauricio Cervantes
Foto: Cortesía de Edgar Peraza
La Jornada Maya

Martes 28 de enero, 2020

Aunque en mi familia parezco ser el único en guardarlos, hay fragmentos en mi memoria de una canción maya que cantaba mi madre cuando éramos niños. Mi padre supone que es una fantasía.

Ambos nos trajeron de paseo a Yucatán, recorrimos algunas de sus ciudades antiguas cuando tendría yo nueve años. Fue una visita breve, pero de la que se yuxtapondrían algunas imágenes con otras que encontraría en sendos volúmenes dedicados a Bonampak o a la selva lacandona. Los sabores del pozol, el tascalate, el queso de Ocosingo y la cochinita pibil se mezclaban sin distingos geográficos específicos. Sin duda, los lustros que vivió mi padre en Chiapas y Tabasco, mientras yo crecía, sembraron la semilla de mi fascinación por el sureste mexicano y por las tierras más orientales: las del Mayab.

Sería hasta después de cumplidos los 30 cuando aterrizara profesionalmente en Mérida. En 1997 el INAH sufragó la exposición Zona liminal, una colección con medio centenar de mis pinturas, en la Pinacoteca Juan Gamboa Guzmán, a escasas calles de la catedral.

Antes de esa muestra, mi primer bloque de creaciones abstractas había girado en torno a dos temas extraídos de un cuento infantil maya: las abejas K´antsak, y los vientos que soplan hacia los Cuatro Rumbos. El Xaman Caan o viento del norte, y sus tres compañeros Lakin Ik, Chikin Ik y Nohol Ik, inundaron mi corazón con agua y fuego. Mi relación con esos manes era estrictamente alegórica, aunque debo observar que, en Xochimilco, al sur de la Ciudad de México, mi taller estuvo -textualmente- repleto de abejas, mientras pintaba algunas telas de aquellas series.

K´antsak sería también el nombre que diera en 2014 a dos intervenciones artísticas en Berlín. Entonces, mi relación con esos insectos rebasaba ya el lirismo de los símbolos intuidos años atrás. A fines de 2015 fundé en Oaxaca el Centro de Divulgación de Abejas Nativas. Mi primer contacto con ellas lo tuve en la selva, en Quintana Roo, en uno de los meliponarios que Stephane Palmieri activara desde su fundación: Melipona Maya.

Ahora que me he mudado a la península de Yucatán empiezo a identificar las iniciativas que trabajan en favor de las abejas, pero también del agua, de los suelos, de los cielos y de nuestra herencia intangible. Confío que mi aportación, desde el arte y mi interés por temas medioambientales, sume a los caminos andados por permacultores, activistas ambientales, apicultores y divulgadores de la ciencia, el arte, la educación y la cultura. De manera provisional mis antenas se han encendido, desde los espacios que, en Mérida, la galería Lux Perpetua y el taller Casa Lool me han brindado para inscribirme en el diálogo con aquellos actores que apuestan por la convivencia entre todas las formas en que se expresa la vida.

[i]Mérida, Yucatán[/i]
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