José Ramón Enríquez
La Jornada Maya
Miércoles 8 de enero, 2020
Hay libros que le llegan a uno al tuétano para electrizarlo, desde el prólogo, sobre todo si es el prólogo a [i]Declaración de las canciones oscuras[/i] (Sexto piso, 2019) de Luis Felipe Fabre. Una gran novela para leer a sorbos.
Luego de la oscuridad absoluta del prólogo, entra luz (para usar términos teatrales que permitan explicarme) y comienza la acción que no es otra más que un complejo viaje en dos niveles con dos jóvenes, Ferrán y Diego, éste en realidad un adolescente, siguiendo a un Alguacil, para llevar el cadáver de San Juan de la Cruz (la novela le llama simplemente Fray pero a mí me gana la devoción canónica) de Úbeda a Segovia. Un viaje a partir de datos históricos de biógrafos autorizados, hasta donde pueden ser históricos los datos en las hagiografías. El cadáver de San Juan con el que viajan es un cuerpo para algunos incorrupto, para otros en descomposición, para unos con un olor a perfumes del Oriente, para otros con el olor del cuerpo putrefacto, para las monjas que lo han custodiado y para los nativos de Úbeda que se sienten sus legítimos dueños, el cuerpo desprende celestiales fragancias, pero los dos efebos, Diego y Ferrán, sólo perciben “la viril y saludable contundencia de su propio olor a camino, polvo, cuero, sudor de muchas jornadas y mulas”.
El otro nivel es la declaración hermenéutica del Cántico espiritual por un poeta, Luis Felipe Fabre, que ya ocupa uno de los más altos sítiales en la lírica mexicana, que ha escrito poemas como La sodomía en la Nueva España, de belleza brutal, y que ahora irrumpe, con su espada desenvainada, en nuestra narrativa.
En ambos niveles el cuerpo es el personaje, el cuerpo al que destazan sin piedad. Como receptáculo y compañero del alma en esta vida, el cuerpo que debe experimentar cuanto el alma canta. El cuerpo que suplica a los pastores: “si por ventura vierdes aquel que yo más quiero, decilde que adolezco, peno y muero”.
Se ha explicado con deleite, cuidado e, incluso, veneración como un orgasmo plenamente carnal el éxtasis de Santa Teresa. Bernini lo reprodujo en mármol. Ya era justo que el éxtasis de San Juan se explicara con una frase juvenil como “le dan morcilla al fraile”. No para burlarse de él ni de su fe, ¡de ninguna manera!, sino para admirarlo aún más, envidiar su experiencia, su “música callada” y acompañarlo sin eufemismos, subterfugios, ni más ñoñerías.
Todo en el sabroso gozo de la lengua, la de entonces y la de ahora, no porque Luis Felipe Fabre escriba a la manera de los Siglos de Oro sino porque escribe desde muy dentro del espíritu y las tripas de aquel tiempo que no nos ha abandonado aunque pensemos vivir en la postmodernidad.
En un momento central, como el Quijote y Sancho con Cardenio así nuestros Ferrán y Diego y el Alguacil se topan con San Juan de la Cruz, ciego y recién fugado, que les pregunta si vieron a su amado. El carmelita descalzo, como su Amado, ha resucitado.
Y entre el “palimpsesto de noche” y las confusiones editoriales entre losa y loza, Fabre nos sirve un buen plato de ese medio fraile (así lo llamó Santa Teresa por su poca altura y débil complexión) que fue San Juan de la Cruz y lo gozamos como nunca en toda su gloria barroca, poeta inefable y lengua travestida, dejando de lado los remilgos y los gestos machistas de Ferrán.
Para terminar, como en Las metamorfosis de Ovidio tan influyentes en aquella era, tras la honda embestida del pitón de Ferrán, Diego queda “amada en el amado transformada”. Y así otro círculo se cierra con el lector (al menos este lector septuagenario) enredado en sus volutas y en mucho muy gratificante e inesperado éxtasis.
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