Jorge Buenfil Ávila
Doña Chata le gritaba a mi madre como si hubiera visto un fantasma: “Mamá Perla, ahí se metió un turix, yo creo que va a venir visita”. En esos tiempos era mágico ver a este bello insecto entrar a una casa; por lo menos yo recuerdo que muchas veces la profecía se cumplía. Eran tiempos de puertas abiertas, no tenías temor casi a nada ni a nadie.
De repente, en el umbral de la casa se escuchaba la voz de mi padrino, el doctor Reyes Bolio, gritando en son de broma: ¡Ahí roban, compadre! Era un amigo adorado por mis padres, que había hecho su servicio en Tekax y se hermanó en compadrazgo con los viejos por mi culpa; yo fui el pretexto de una gran amistad.
Después de la broma empezaba la fiesta.
– Roch, llegó el compadre, (le decía mi madre a mi papá) hay que ir a buscar unas cervezas y traes de una vez unas naranjas agrias y cebolla, porque no hay.
El viejo, después del gran abrazo al padrino y a mi querida madrina, Rosita Mir, decía: “pásenle, siéntense; ahorita vengo, no me tardo. Roch se iba en su bicicleta por el cartón de cervezas y los menjurges que faltaban para el agasajo. Mi madre buscaba en el refrigerador los elementos para la comida
Mi padrino era un tipo bonachón, dicharachero, con un humor franco y agradable, de esos personajes que “son ellos”, que no fingen, sin pose alguna, sincero y transparente. Mi madrina era de la misma cepa, de origen libanés y él, izamaleño. Ambos tenían un tono de voz altisonante, pero muy agradable, con nuestro acento muy marcado, lindos en verdad.
– ¿Dónde está mi ahijado?, preguntaba el doctor y mi madre pegaba el grito: ¡Jorge Alberto! Yo acudía de inmediato, porque cuando me llamaba con los dos nombres, era que había hecho algo mal o que me necesitaba con inmediatez.
A través de los años entendí que mi segundo nombre era para el regaño o para alguna urgencia.
– Mira qué grande ya estás, ya mero me alcanzas, me decía mi padrino, mientras llevaba su mano desde su cabeza a la mía, como para demostrarme que ya faltaba poco para estar iguales. Yo me emocionaba, pero era puro cuento; en realidad, yo tenía como 10 años y, además, él era muy alto, pero me encantaba y me halagaba la comparación.
– ¿Qué vas a hacer de comer comadre?, preguntaba mi madrina, a mi madre, quien ya entrajinada con los preparativos, contestaba:
– Escabeche, ya ves que a mi compadre le encanta; y se enfrascaban: ¿Qué le pones? ¿Cuánto de esto, cuánto de lo otro?
Roch regresaba con las chevas y hablaban cosas de adultos, porque en un momento dado me decían: “chiquito, anda a ver si ya puso el cochino”. Yo me iba, claro. Luego venía la música; mi madre ponía a los Corraleros del Majagual y se iban subiendo los vapores de la amistad y la convivencia que había sido anunciada por el turix. No existía eso de que: “si van a venir, avisen”. ¡Llegaban y ya! A veces pienso que los avances en la comunicación nos han quitado todo ese encanto de la sorpresa que antes nos causaba la visita; ahora nos comunicamos más, pero creo que nos emocionamos y sorprendemos menos. Antes, nuestro medio de comunicación y advertencia era el turix. Hoy, tristemente, hablamos para concebir la reunión y preguntar si nos podemos juntar o no; antes, llegábamos seguros del gran cariño de nuestros seres cercanos y con la certidumbre de que el turix ya les había avisado.
Edición: Mirna Abreu
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