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del

Hilvanar sabores

El territorio es un mapa plagado de gustos
Foto: Fernando Eloy

María del Carmen Castillo Cisneros


Voy a hilvanar sabores como quien trenza cobijas con coloridos retazos de estambre.

La labor etnográfica y mi curiosidad culinaria se dieron la mano desde el primer momento de mi incursión en diferentes pueblos indígenas de México y otras latitudes del mundo que han seguido aportando a mi equipaje de mano. La memoria anida de alguna forma en los suelos, en las ramas de árboles, en las raíces que no vemos. Se mece en laderas y se graba en suelos siempre fértiles. El territorio es un mapa plagado de gustos que, si uno sabe acomodar, formarán parte de nuestra historia palatal.

El verano de 1996, la pulpa de un manojo de ácidas guayas recién bajadas de un palo en Punta Laguna, se fijó en mi lengua para con ello abrir los sentidos a un mundo inagotable de sabores que vendrían delante. Dos décadas de quehacer antropológico en distintos pueblos me hizo coleccionista de alimentos variados que responden a climas, altitudes, costumbres, tradiciones o bien, a ritualidades que sobreviven mientras van modificándose. 

Las tierras tacuates, al occidente de Oaxaca me aportaron camotes de huichicata, gajos de yaca, ácidos marañones, chicatanas, tichindas, endocos de río y totopos de maíz nuevo o recién cosechado. Comidas que si bien,  en un momento demostraron su magia al gusto, hoy son relatos que cuentan y significan en mi vida. Relatos escritos con ingredientes que me hacen volver a una cálida tierra llena de carnaval.

El pueblo mixe por su parte, me regaló el ajkxäj miny o chayocamote, chintextles recién molidos (pastas de chile pasilla) y me adentró al diverso e inverosímil universo de los quelites. Estampas que entre lluvia y neblina me permiten entrever un mä’ätsy o machucado y confundirlo con un cerro humeante, pero comestible, que marca el fin de todo ejercicio ritual.

Sin poner mucha conciencia en ello, hace veinticinco años de la mano de Mari, procedente del pueblo de Mama, Yucatán confeccioné mi primer brazo de reina en la Hacienda Tabi, que ahora vine a reaprender en San Antonio Tzacalá volviendo a meter las manos en una tersa masa de nixtamal mezclada con la “santa” chaya que el territorio yucateco obsequia. Y digo santa, porque la chaya me parece hierba sanadora que una vez vuelta tónico revive a cualquier transeúnte candidato al golpe de calor. Un vaso de agua de chaya siempre es bienvenido y su verde contagia de vida al bebedor. 

Pero, volviendo al tamal yucateco denominado brazo de reina, volteo al cuerpo humano como ese prístino referente para nombrar o medir lo que nos rodea; los humanos tenemos una tendencia a conceder forma o cualidades humanas a las cosas y eso se conoce como antropomorfizar. La cabeza de un pueblo, los oídos de las paredes, el ojo de un huracán, los pies de página. Por ello tenemos también en nuestras extremidades, útiles materiales de medición y el brazo de reina, como bien dice su nombre, suele tener la dimensión del brazo de la cocinera.

Voy hilvanando lo que poco a poco la Península me muestra a través de sus temporadas, de sus ciclos agrícolas, de procesos culturales y tradiciones dinámicas que hace de esta región del país, una rica en sabores, mezclas y recados. 

Las calles de  Dzemul tienen una particularidad la víspera de la celebración de Hanal Pixan que se traduce como “comida de las almas”. No es algo propio de este pueblo y al parecer sucede en otras coordenadas cercanas, pero puede pasar desapercibido si uno pone demasiada atención en altares, comidas y demás rituales vistosos.  Sus albarradas, esos apilamientos de piedras caleadas que hacen las veces de pequeñas bardas o límites, sostienen velas entre sus oquedades que se encienden por las noches para iluminar el camino de las almas. Son las cándelas, esa calzadita que en el altiplano está marcada por pétalos de cempasúchil regado.  Esa seña que guiará el sendero hacia los alimentos compartidos que permiten el tejido de aromas y gustos que forman parte de la memoria de los que ya no están. Así pibs o mucbipollos horneados en las entrañas de la tierra son envoltorios que cada año conectan a los mayas con sus ancestros en clave culinaria. De ahí que, cocinar tierra adentro, deba ser un vínculo con un territorio que ata raíces comestibles alimentando los cuerpos de aquí y los del inframundo.

Maravillada camino al lado de tantos “recados” como combinaciones posibilitan los dejos identitarios que los condimios peninsulares portan orgullosos. Voy conociendo ingredientes y mecanismos de preparaciones insólitas para una andariega del sabor. Me sorprenden los tremendos buts que cual sólidas piedras que se cubren de negro guardan al interior un imprevisto huevo cocido.  Me voy enterando de joroches, polcanes y demás delicias resultado de estratégicos pases entre maíces y frijoles que se dan en las milpas de estos lares. 

Me cautivan los caimitos, frutos violáceos y lechosos que parecieran frondosos pechos de crianza. Los ciricotes penden primaverales de un árbol que ha mudado anaranjadas estrellas en flor cuyo color me recuerda al de los caquis que súbitamente entraron a mi vida el primer otoño en tierras catalanas. Los nances, por su parte, son la promesa de un verano por venir.

Pero, en patria yucateca, un día uno se topa de frente con la miel; mieles en plural, que variadas, complacientes y ambaradas endulzan sus sacbés. Abejas meliponas y trigonas nos deleitan con el fruto de un trabajo colmenar monumental que no solo los humanos apreciamos. Cuentan que, cuando un venado enferma y se le forma una piedra en el vientre, recorre el monte en busca de un panal que una vez ingerido lo sana. Tal cual como el venado de parajes tacuates después de ser baleado, busca la hierba conocida como itamorreal cuyo camotito ayuda a taponear y curar la herida.

Pareciera que la hebra comestible se alarga infinita y que personas, animales, muertos y otras entidades que pueblan los territorios, siguen desde siempre su olfato coleccionando instintivamente los mantenimientos que permiten su andar. Por tanto, en este hilvanado de sabores por el momento no hay remate, solo ciclos, que en esta Península son circulares como los mil y un cítricos que orbitan alrededor de un paraíso tropical.


Edición: Laura Espejo


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