Nuestras democracias, peninsular o mexicana, no son perfectas. Ninguna en el mundo lo es. No es deseable que lo sean. La democracia requiere de imperfecciones para evolucionar. La democracia es el plato frío y de segunda mesa que nadie quiere, pero que todos necesitamos. Eso sí, lo único que la democracia no puede sobrevivir es la transacción y la apatía.
La democracia es una forma de vida, debe ser un principio rector de actuación. Quien concibe a la democracia como un medio y no como un fin, no es un demócrata. Quien respalda a la democracia por pragmatismo transaccional, es decir, como un medio para obtener resultados económicos, sociales o políticos, terminará sin resultados y sin democracia. La democracia es una forma de ser, es un código genético irrenunciable.
La democracia es, sobre todo, una fiesta y como toda fiesta tiene sus protocolos y su caos. Es parte de su gracia. En una gran fiesta debe haber un motivo común que nos reúna, en este caso, nuestro estado, península y país, el deseo de que nos vaya mejor de forma pareja. Por supuesto, debe haber un ánimo de pertenecer juntos, algo compartimos todos los presentes en la fiesta democrática que nos hermana y que nos da comunalidad por encima de diferencias pasajeras.
Obvio, como en toda buena fiesta, habrá desaguisados. Nunca falta una mesa en la que discutan fuerte, otra en la que haya invitados mala copa; es más, ¿quién no ha asistido a una celebración en la que hasta los golpes se arman? Nunca faltan risas, debates y lágrimas, pero al final estamos juntos. Es nuestra fiesta. No es una fiesta ajena, no es la fiesta de otros.
Es cierto, esta fiesta democrática ha sido diferente. Nos encontró a muchos cansados, tristes, de luto, con angustias económicas y personales, y la verdad es que los animadores de la fiesta -los tales candidatos- no estuvieron a la altura. Ni nos enteramos muchas veces de su actuación o, francamente, sus presentaciones ya no parecieron tan frescas, las canciones y las bromas ya las habíamos escuchado, popurrís mal ensamblados de un lado y del otro. Animadores descafeinados; sin embargo, animadores al fin. Hicieron su esfuerzo y uno tiene los animadores que se merece o para los que nos alcanza.
En cualquier caso, lo emocionante es que esta fiesta nunca es la fiesta final, siempre habrá otra. Lo importante es estar decididos a seguir celebrando y construyendo juntos. La democracia hace que la tarea nunca concluye y eso es parte de su magia. Nunca nadie llega para siempre, nunca nadie se va para siempre, ni la democracia misma. Esa es la oportunidad y el riesgo.
Por eso, este 6 de junio hay que ir a votar, por quien sea, pero votar. Costó mucho esfuerzo que se cuenten los votos y costará todavía más que siempre se cuenten. Lo importante de una buena celebración es el ánimo, la fraternidad, el sentirnos reunidos (algo que hemos redescubierto en el distanciamiento pandémico). Cuando estamos entre hermanos y amigos, no importa si hay que esperar para que llegue la comida o si la bebida ya no está fresca. Entre conciudadanos y compatriotas, no debe importar la larga cola, la espera con calor o lluvia.
Votar nos hace conciudadanos, nos da fraternidad cívica, nos hace por unas horas ser un gran cuerpo social vivo. Reunidos y unidos por la misma confianza, los mismos principios y valores. Votar nos hace mexicanos, peninsulares, campechanos, quintanarroenses, yucatecos, chetumaleños, progreseños, benitojuarenses, vallisoletanos, cozumeleños, carmelitas, meridanos...
Votemos, es el hilo que nos teje juntos en las jornadas históricas y en La Jornada Maya en español o en maya. Votemos, los tiempos lo piden.
Edición: Emilio Gómez
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