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Foto: Rodrigo Díaz Guzmán

 

Carlos Martín Briceño

De sonrisa franca, voz amable y pelo ondulado, imitando a Angélica María, los domingos era la primera en despertar para prepararnos unos humeantes huevos con jamón acompañados de un tazón de espumoso chocolate con leche y siempre se desvivía por atendernos a mi hermana y a mí.

La tía Ligia era una mujer que rebosaba cariño. Pero, contrario a su carácter alegre, a veces, cuando se sentaba en el sillón de petatillo a ver El amor tiene cara de mujer o cualquier otra telenovela de la tarde, sus ojos castaños comenzaban a humedecerse y tenía que ponerse de pie para ir al baño “a sonarse la nariz”. Parecía cargar sobre sus espaldas un dolor que mi mente infantil no alcanzaba a comprender. 

El misterio se acrecentaría una tarde de agosto en que apareció con una guitarra entre los brazos, acunándola contra su pecho como si se tratara de un bebé. Entró a su habitación y pasó horas afinando la lira en solitario. Hacía calor aquel verano, las puertas de la casa estaban abiertas para que corriera el fresco. Su habitación quedaba inmediatamente después de la mía. Por eso cerca de la medianoche fui la única persona quien, desde la hamaca, pudo escuchar con nitidez los acordes de la melancólica canción ranchera que, años más tarde, la misma tía Ligia me enseñaría cuando aprendí a tañerla. 


 

                                           De qué sirve querer, con todo el corazón

                                           De qué sirve cumplir el deber respetando un amor

                                           Para mí todo eras tú, no hubo nadie jamás

                                           Tú eras todo pa´mí y besando la cruz te lo puedo jurar


 

Los versos que llegaban por partes hasta mis oídos los entonaba conteniendo el resuello, siguiendo los acordes de esa melodía mexicana, arrastrando las palabras como si una gran pena la acometiera. Poco a poco, mientras me ganaba el sueño, fui armando el rompecabezas de sus emociones.

Entonces era un niño de ocho años y me intrigaba saber qué había llevado a la hermana menor de mi padre a regresar a Mérida dejando su trabajo en la capital para vivir con nosotros, precedida por una tajante recomendación materna: “nada de preguntas acerca de su pasado”.

     —Mal de amores, cuidadito y le comentes algo —diría temprano por la mañana mi madre, a quien le conté todo.

Casi medio siglo después, de vez en cuando visito a mi tía Ligia que aún vive en casa de mis padres. No suelo tocar la guitarra con frecuencia. El trabajo, las letras, la familia, estos gustos cambiantes en los tiempos que corren, qué sé yo, me han alejado del encanto de sus vibrantes cuerdas; pero cuando en alguna ocasión, al calor de las copas, el ambiente se presta y me animo a hacerlo, empiezo con la misma ranchera y vuelvo al momento clave, cuando al conjuro de una canción en la noche entendí, a mi corta edad, que la música y el desamor siempre han estado unidos.



 Edición: Estefanía Cardeña


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