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El retiro de las fuerzas militares de Estados Unidos en Afganistán y el vertiginoso desmoronamiento político y militar del gobierno local implantado y apoyado por ellas generó de inmediato una crisis humanitaria cuyas proporciones reales nadie conoce, pero cuyas imágenes son repetidas una y otra vez por los medios occidentales: multitudes arremolinadas junto a las murallas blindadas del aeropuerto de Kabul, familias enteras atemorizadas por su futuro inmediato e incluso hombres desesperados que se aferraron al tren de aterrizaje de un avión militar con la esperanza de escapar del país, quienes se precipitaron a tierra poco después desde centenares de metros de altura.

Ayer el gobierno alemán informó que un soldado afgano murió en un tiroteo frente a una de las entradas de la terminal aérea y otras tres resultaron heridas por atacantes desconocidos, mientras en Occidente crecía el temor de que alguna organización armada ajena al control talibán –por ejemplo, el pequeño brazo del Estado islámico que opera en territorio afgano– llevara a cabo un atentado contra el aeropuerto.

Aunque los jefes del Talibán ha dicho hasta el cansancio que no emprenderán represalias en contra de quienes colaboraron durante dos décadas con las fuerzas de ocupación y con el gobierno y el ejército que éstas formaron, hay en la nación centroasiática cientos de miles de personas que sienten que su vida corre peligro; una parte de ellas se mantiene aglomerada alrededor del aeropuerto, en tanto que otra ha optado por esconderse y por no salir de su casa.

 

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Resulta necesario recordar que el funcionamiento de los ejércitos invasores requirió de muchas decenas de miles de empleados locales, a los cuales debe sumarse a innumerables militares y funcionarios civiles que sirvieron al régimen recién desaparecido y hoy, con razón o sin ella, temen la venganza de los vencedores de la guerra. Y buena parte de ellos está tratando de abandonar el país, junto con sus familias, por la única puerta de salida que hoy está relativamente abierta: el aeropuerto de Kabul.

Es claro que los gobiernos occidentales que participaron en la incursión bélica y en la ocupación de Afganistán en ningún momento incluyeron en sus cálculos y sus escenarios a toda esa masa humana y hoy las labores de evacuación de quienes buscan escapar de Afganistán resultan ridículamente insuficientes y desorganizadas.

Apenas ayer Washington, que lleva la parte principal de la tarea, decidió incorporar algunos aviones comerciales a la tarea, en tanto que los gobiernos de Gran Bretaña, Italia, España, Alemania y otros de sus acompañantes en la invasión y la guerra apenas habían conseguido evacuar a unos pocos miles de personas.

Ni siquiera en Vietnam fue tan crudo el abandono de los aliados locales. La irresponsabilidad, la ingratitud y la mezquindad de Estados Unidos y sus socios invasores para con los afganos que les sirvieron vienen a sumarse ahora a las múltiples atrocidades por ellos cometidas desde octubre de 2001, cuando incursionaron violentamente en el país centroasiático, hasta este mes.

En todo ese periodo de casi dos décadas, los ocupantes pretendieron que estaban construyendo en Afganistán una nación moderna y democrática, pero hace unos días el presidente estadunidense, Joe Biden, cambió sin ningún empacho el objetivo de la incursión y dijo que ésta había tenido como única finalidad vengar los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Washington y Nueva York, así como extirpar a los terroristas que operaban desde territorio afgano.

En pocas ocasiones como la actual puede observarse con tanta rudeza la inmoralidad y la ausencia de escrúpulos de los poderes occidentales en sus aventuras neocolonialistas. Hoy es brutalmente claro que a los gobernantes de Estados Unidos nunca les importaron los afganos.

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Edición: Emilio Gómez


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