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La libreta del doctor Gil…

Mi padre le dijo que recorría de 15 a 16 km diarios, así empezó la tradición de registrarlo
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán

Mi padre se levantaba muy temprano y después de un buen baño de palangana, con jícara y banquillo de madera, se alistaba para irse a la estación del tren a esperar a esa gran máquina que venía de Mérida y llegaba a Tekax rascándole el pelo a las 6 de la mañana, minutos más minutos menos, se iba en la bicicleta que le proporcionó el Servicio Postal Mexicano para realizar su trabajo; por cierto, siempre me llamó la atención la marca de la bici: Raleigh, como los cigarros. Supongo que era el mismo personaje, Sir Walter Raleigh, aquel intrépido corsario inglés, en fin… 

El viejo recibía su costal de cartas, iba a las oficinas para hacer una correcta selección de las mismas y salir a su reparto; en varias ocasiones lo vi organizando la correspondencia por manzanas y por calles, iba haciendo sus montones y ya ordenados los sobres, los metía a su valija y emprendía la jornada; salía a su recorrido alrededor de  las nueve de la mañana, cuando el sol empezaba a ponerse grosero, inclemente, y ahí iba don Roch, así lo conocían en el pueblo. Era el cartero de Tekax y su popularidad era muy grande, lo reconocían hasta los perros de los barrios, que, por cierto, varios de ellos fueron su dolor de cabeza debido a las corretizas a las que lo sometían.

Conforme iba quebrando la mañana, se recrudecía lo sofocante de la tarea. Recuerdo que hubo un tiempo en que llegaron unos uniformes desde la ciudad de México, eran como de lana, de un azul y una gorra muy policiacos. Supongo que los diseñadores de estos trajes ignoraban que a las doce del día en Yucatán el sol raja piedras. Mi padre muy pocas veces los uso, me los regalaba cuando yo ya vivía en el DF y me servían, eran muy adecuados para el clima de la gran ciudad, me encantaban.  

En su andar por Tekax, la gente siempre lo saludaba con cariño, le gritaban cuando lo veían pasar: - “Don Roch”, él contestaba sin detener su marcha: “Eyyy que pasó” y sonaba su silbato.  Entre, otras cosas, claro, sabía vida y milagros de quienes recibían su correspondencia, porque siempre y en la confianza que le tenían, (la hacía de confesor), le contaban las historias de los remitentes: el novio que era campechano o tabasqueño, el papá que vivía en otro lado, el marido que se había ido de bracero...

Muchas de las que en ese tiempo eran jovencitas casaderas recordarán que cuando mi padre les entregaba las cartas de los novios que estudiaban en otras ciudades, les decía: ¡Maeee, chava, ésta está bien perfumada! Eso causaba la euforia de la muchacha que enloquecida por el silbato de Don Roch, recogía la correspondencia. También había personas que no sabían leer y le pedían a mi padre que por favor leyera sus cartas; él era muy generoso, lo hacía con mucho gusto y daba consejos, recuerdo que a veces le platicaba a mi madre de estos acontecimientos y ella le decía irónicamente: ¿Y solo le leíste la carta? Y mi padre contestaba: Si chata; ¿y qué más?  Mi madre lanzaba una carcajada, cuyo significado entendí que con el tiempo: Don Roch tenía el pito más famoso de Tekax. Todas, y espero que no todos, conocían el sonido de su silbato. Ahora soy quien ríe a carcajadas.

En sus recorridos tenía sus paradas estratégicas, una de ellas era con su amigo Gil, un legendario doctor que no era doctor, pero curaba a todo Tekax; era muy común ver su consultorio en la calle 50, lleno de personas que iban a su consulta, muchas de ellas cargaban con una gallinita, un cochinito, una pierna de venado, una bolsa de mangos o algo con que pagarle al galeno, que sin distingos atendía a sus pacientes como iban llegando, regla que se rompía cuando se asomaba mi padre, él hacía sonar su silbato cuando estaba estacionando su bicicleta y de inmediato Conchita,  después de tocar discretamente la puerta del consultorio, la entreabría  y le decía a su padre: “Papá ya llegó Don Roch”, el doctor contestaba:  que me espere un momentito, ahorita lo atiendo. Roch entraba a la sala de espera que era muy amplia, con una puerta preciosa de zaguán antiguo y después de quitarse el sombrero y saludar con un “buenas tardes”, devolvía algunos saludos personales, ¿qué pasó, Don Roch? ¿Qué pasó, gallo? Hace rato que no te veía, contestaba y se enfrascaba en la plática.

Conchita que tenía funciones de secretaría, recepcionista y enfermera cuando el paciente lo ameritaba; se acercaba a mi padre y le decía: Don Roch, en un momentito lo atienden; el viejo respondía amable: no te preocupes, reina, no hay prisa. Después de un rato salía el paciente que estaba en la consulta y de inmediato se acercaba Conchi, y le daba la indicación a mi padre para pasar.

¿Qué pasó, chan Roch?, pásale hombe, disculpa que te hice esperar, siéntate, siéntate. Gracias doctor, contestaba el viejo y acto seguido el doctor abría uno de los cajones de su escritorio y sacaba una botella de ron Batey, dos vasitos y a la voz de “vamos resolviendo este asunto” brindaban e iniciaba una gran plática, disfrutando de ese pequeño descanso que se tomaban en sus respectivas labores, así se la pasaban el tiempo que duraban tres buenos tragos, que era como la cuota y luego a seguirle con la chamba, no sin antes entrar al último detalle que era el más importante y motivo de la visita, aparte de la gran amistad. 

El doctor abría de nuevo el cajón de su escritorio y esta vez sacaba una libreta, tomaba su pluma, buscaba la página adecuada y apuntaba farfullando entre dientes: vamos a poner 15 más y los sumamos; lo que nos da por resultado 7080 kilómetros, eso quiere decir, mi querido Roch, según mis cuentas, que ya estarías llegando a la Argentina, más o menos; el viejo contestaba asombrado: ¡“Oy” eso, maaa, doctor, pues ya voy lejos! Chocaban los vasos y con la misma el viejo terminaba su trago, se ponía su sombrero y se despedía: “Nos seguimos viendo doctor” y se iba a terminar la chamba. 

Resulta que el doctor Teodoro Alonso Gil, (ese era su nombre de pila) le llevaba a Don Roch, la cuenta de los kilómetros que había andado en su bicicleta desde el día en que en una plática, mi padre le dijo que recorría de 15 a 16 kilómetros diarios, así empezó la tradición de registrar el dato de la distancia que había transitado y aproximadamente hasta donde ya hubiera llegado. Quién sabe hasta donde llegó, me pregunto: ¿si le dio la vuelta al mundo? O ¿cuántas vueltas le dio?, eso se quedó en aquella maravillosa libreta. Hoy ya no está el viejo, ni el doctor Gil, ni Conchita, ¿existirá la libreta?.


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Edición: Estefanía Cardeña


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