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Como perro sin dueño

Si con alguna desgracia se podría comparar esta pandemia es con una guerra
Foto: Enrique Osorno

Llegó otoño, pero ella ya no regresó. Todo el día, toda la noche, la esperaba a la puerta de la casa, con paciencia. Pasaron días, semanas, y nada. Al principio, una mujer, otra mujer, venía y le daba de comer. Ella se emocionaba cada vez que oía el sonido de las llaves, y movía la cola, pensando que era su dueña, pero no. Olía en la extraña prisa y tristeza, hasta que ya no volvió a verla. El hambre le estrujaba las tripas, y comenzó a merodear por el jardín en busca de huesos, tesoros enterrados en el pasado. Una lluvia y sus preámbulos eléctricos la asustaron y se aventuró fuera de casa, a la que ya no supo regresar. Intentó olfatear su aroma, pero incluso este se había desvanecido. Para siempre. 

Los rebeldes sitiaban la ciudad, y lanzaban, poco a poco, a los colonizadores al mar. Muebles y recuerdos, vidas enteras, se empacaron en inmensos contenedores, que aguardaban pacientemente ser embarcados en buques cargueros que navegarían a la estela de los cruceros en los que iban sus propietarios. Luanda se convirtió en una urbe de rascacielos de conteiners, con calles vacías y silenciosas, pobladas de fantasmas; un éxodo blanco.

La única vida que merodeaba en la capital de Angola era la de incontables jaurías de perros, según reportó Ryszard Kapuściński en la antología Un día más con vida (Anagrama, 2006). A los perros vagabundos, ya legión en la bulliciosa metrópoli colonial, se unieron las mascotas que los portugueses dejaron atrás. Manadas de canes, ya de raza indefinida, ya con pedigrí, se adueñaron de la ciudad mucho antes que los independentistas. 

Puddles peleando por restos de comida con dobermanes, pekineses apareándose —intentando, sólo intentando—con sanbernardos, galgos persiguiendo a sus sombras como bólidos, hasta la muerte; afganos desganados en eterna pasarela por las otrora concurridas avenidas con los nombres del español sin huesos que es el idioma portugués. 

Kapuściński, quien demostró que el periodismo también es arte —y que la realidad nunca debe echarte a perder una buena historia—, siempre vaticinó la caída de una ciudad por la irrupción previa de las jaurías. Muchos pensaban que el reportero polaco tenía gargantas profundas que le susurraban exclusivas. En realidad, no necesitaba escuchar: sólo ver. 

Si con alguna desgracia se podría comparar esta pandemia es, precisamente, con una guerra. Así lo haría Kapuściński si aún viviera; los ladridos le darían la razón. Hace unos días, varios medios de comunicación relataron la historia de una perra que acompañó a su dueña al O’Horán. A las puertas de ese hospital, el animal esperó bajo el sol, primero, y la lluvia, después, hasta que la mujer salió. La perra movió la cola durante todo el camino de regreso a su casa, que hicieron a pie —y a patas. 

Un hombre, agobiado por la soledad, decidió quitarse la vida. Y lo hizo tomando el mismo veneno con el que, poco antes, había matado a los trece perros que vivían con él. En la carta que le dejó a su único familiar, el suicida no justificó —ni necesitaba hacerlo— pero sí lo hizo con la decisión de matar a sus animales: Nadie los cuidará como yo, escribió. Y pidió que los enterraran en su jardín. 

El virus se ensañó con una pareja de ancianos, que antes de recalar a ese páramo sin esperanzas que es el covidario y temiendo lo peor pidió que le buscaran una nueva familia a su perrita, una collie, y así se hizo. Contra todo pronóstico, sobrevivieron, y lo primero que hicieron al salir del hospital fue ir a la casa donde hace ya un mes estaba la mascota. Al pedirla de vuelta, le rompieron el corazón a la nueva familia, pero ellos alargaron un poco más su vida. Ese día yo no dejaba de llorar, recuerda la mujer a la que le llevaron la collie, pero vio cómo la perrita le movía la cola y le hacía fiestas a sus antiguos dueños; ella igual quería regresar con ellos.

Tanto muerto. Tanta viuda, tanto huérfano. Tanto perro sin dueño. Hubo un momento en la pandemia, durante el blitz de contagios, en lo que lo único que se escuchaba en las calles eran los alaridos de las ambulancias. Como marineros enloquecidos, los perros aullaban y respondían la marcha fúnebre de las sirenas, recordando que la muerte se encontraba afuera. Muchos de esos perros, a la postre, igual perdieron a sus amos, y comenzaron a deambular por las calles. 

Tal vez no nos hemos dado cuenta, tal vez el cambio ha sido sutil, pero las jaurías callejeras han aumentado. Y eso se ha convertido también en un asunto de salud pública. Por ejemplo, en el puerto de Progreso ya comenzó un programa de esterilización de perros vagabundos: una histerectomía o una castración para evitar que su estirpe le ladre a las olas o se rasque las pulgas en palmera. En Mérida, en una nueva ley difícil de comprender, se ha propuesto que se alimente a los perros callejeros. Es para evitar que los envenenen, justifican con escasa lógica. 

La perra vida, más perra aún. Esta inmensa guerra contra el microscópico coronavirus ha dejado imágenes horribles, que morarán en las pesadillas de esta generación y en los libros de historia de las que nos sucederán. Una de esas, sin lugar a dudas, es cuando, en el génesis de la pandemia, las personas comenzaron a arrojar a sus mascotas —perros y gatos, principalmente— desde los balcones de sus casas temiendo que éstas fueran portadoras de la enfermedad. 

Kapuściński lo tendría claro: esta guerra ya se perdió. Nosotros tenemos la esperanza de que aún no; nos dan la fuerza para creer que es así nuestras familias… Y nuestras mascotas. 

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Edición: Laura Espejo


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