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Me gustan las historias bonitas, como la del 'chel'

Corrió contra el viento, más veloz que un venado, y ninguna voz de este mundo lo pudo detener
Foto: Pablo Cicero

Esta es una historia de esperanza, las que vacunan contra la tristeza de estos días. Es, también, una historia triste, con final feliz; un drama, una tragedia. Y, aunque ninguna mujer u hombre, ningún ser humano, la protagoniza, exhibe lo peor y lo mejor de la humanidad. Es la historia de un perro, del infierno de su vida, y de su redención. Esta es una historia que sucedió en Kanasín, Yucatán. 

Nació en un criadero. No se sabe en cuál, pero seguro en uno de esos que han proliferado, donde los animales son puro producto, mera mercancía. Nació de madre famélica, fábrica de canes; de estirpe infinita que pare hasta que para el corazón. Madre que alumbra como quien respira, y que en cada camada se le va, un poco, la poca vida que le queda. 

Creció en un patio insalubre, donde sólo fue alimentado con la esencia de su madre el primer día. Después, le espantaron el hambre y las ganas de vivir con un menjurje que ni dios sabía origen ni ingredientes. Aun así, sobrevivió, no como otros artículos de ese stock de bolas de pelos. Tenía sangre de pitbull, esa fiera raza que fue creada para morder, masticar, machacar, mutilar y, finalmente, matar; masacrar. 

Fue uno de los primeros de la camada que los dueños del criadero lograron vender —colocar, en el argot de ese triste trapicheo—. A pesar de todo, era un cachorro sano; a pesar de la oscuridad en la que vio la luz, tenía el color del sol. Atrás dejó a su madre, encinta otra vez, y a sus hermanos. Lo llevaron en una caja, por un camino pleno de trompicones; en esa penumbra de cartón, el cachorro se desarmaba en cada bache por el que vehículo transitaba. 

Al llegar, lo sacaron de la caja y lo pusieron en un pequeño patio interior, todo de cemento. Ya ahí, lo ataron a una cuerda, que sólo se rompería meses después, reseca por rayos, humedecida por lluvia, y por la lucha del animal para escapar del infierno que ahí se desataría. No le dieron ni agua ni comida durante dos días. Los primeros llantos del perro fueron callados por música de banda a todo volumen.

Aún con la poca comida que le daban, aún en ese reducido espacio, el perro creció fuerte, como se lo ordenaban sus genes. El hombre con el que vivía le daba poca atención, y cuando así era, sólo era para descargar su furia a patadas y a gritos: pinche perro. Fue apenas al tercer día en esa casa cuando recibió el primer puntapié, maltrato que se convirtió en patrón del patrón; su vida se redujo a eso: hambre, dolor, soledad, miedo.

De súbito, el hombre se encerró en su casa, y las palizas se intensificaron. Ya no salía, y bebía alcohol más de lo habitual, lo que ya era digno de un legionario. La violencia hacia el animal se tornó en sadismo, y al cruel coro de golpes se unió una sinfonía de torturas, desde apagarle colillas en el lomo hasta introducirle objetos por el ano. Hay una gran diferencia entre una bestia y un animal, y en lupanares así se ve clara, clarita; límpida. 

 

Foto: Pablo Cicero

 

Un día de lluvia intensa, como esas que, junto con la corrupción, han erosionado durante décadas las maltrechas calles de Kanasín, el perro logró romper la soga, que ya había causado una grieta en su cuello. Con las pocas fuerzas que le quedaban, saltó la reja y corrió, como si la vida se le fuera en ello —lo que, en realidad, así era—. No le tuvo miedo ni a los relámpagos ni a los truenos, ni al colérico, huracanado viento en su huida; el terror se quedó atrás, muy atrás. 

Como Eréndira, corrió contra el viento, más veloz que un venado, y ninguna voz de este mundo lo pudo detener. 

El perro deambuló por las bombardeadas calles de la ciudad, paisaje lunar, durante varias semanas. Arrastraba las patas, sufriendo heridas cicatrizadas y en carne viva; escapando de mujeres y hombres, incluso de niñas y niños, viendo en cada uno de ellos a su torturador. Escarbaba en basureros, donde incluso encontró comida más sabrosa que la que alguna vez había probado; la bazofia como manjar. 

La ineficacia y la rapacidad de la administración municipal anterior tuvieron como legado un Kanasín agreste, con espacios públicos invadidos de maleza y edificios públicos abandonados, un chernóbil radioactivo por la corrupción. Ese inmenso escenario post apocalíptico se convirtió en el nuevo escenario de este relato, tan real que cuesta trabajo creerlo. Y ahí, precisamente ahí, salió, por fin el sol: descampó. 

El perro comenzó a merodear cada vez más cerca del local de Protección Civil, cuyos moradores comenzaron a dejarle comida: era un perro bonito, a pesar de su fea historia, y aún tenía el color del sol. Primero le dieron sobras; después, uno compró dos platos, para la comida y el agua. Poco a poco, el perro se dio cuenta que no todos los hombres eran como su anterior dueño, y su olfato conoció los olores de la felicidad.

No sólo alimentaron al animal: los trabajadores de protección civil igual lo llevaron al veterinario, donde fue curado de sus heridas, gravísimas, según el diagnóstico. “No sé cómo ha sobrevivido este campeón”, relató el médico. “Ha sufrido lo que no debe sufrir ser viviente alguno”. Las heridas de ese pasado conmovieron aún más a sus nuevos compañeros, que, por unanimidad, decidieron adoptarlo. 

 

Foto: Pablo Cicero

 

La historia del perro pronto se conoció en toda la ciudad, y llegó hasta los oídos del alcalde Edwin Bojórquez Ramírez, quien como muchas otras autoridades entre los muchos problemas heredados por la pandemia está el de la proliferación de animales callejeros. Él, entonces, decidió hacer del ejemplo una política pública. Ese perro que nació y vivió en una cárcel, ahora es la mascota oficial del Departamento de Protección Civil del ayuntamiento de Kanasín. 

Como quienes lo adoptaron, ahora tiene un chaleco antirreflejante, que porta, pareciera, con orgullo. Después de transitar por los infiernos, ya está en casa. Dice el alcalde que ya está planeando llevar al perro a cursos de adiestramiento para que dentro de poco realice servicios a favor de la comunidad. Ese chel, hasta hace poco llamado pinche perro, alimaña, plaga, callejero o vagabundo, hoy busca nombre: uno que vaya con la épica de su vida y su destino. Se los dije: Esta es una historia de esperanza, como todas las que concluyen con la adopción de una mascota.


Edición: Estefanía Cardeña


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