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Sobrevivió a todo, menos a él mismo

Floreció la tristeza, que sólo se asomaba en sus ojos, de vez en cuando
Foto: Dominio público

Despertó, y sintió que lo arropaba una pena enorme, una angustia como cobija. Se bañó, y como todos los días, se pesó: en los últimos diez días había perdido casi cinco kilos. Salió, y en la cocina se sirvió un borbón. Regresó a su habitación, cargó uno de los rifles que usaba en sus safaris, una boss calibre doce para matar elefantes. Se sentó, se metió los cañones a la boca, cerró los ojos y disparó. Click.

El trueno hizo que la casa retumbara. Su esposa dejó lo que estaba haciendo y fue corriendo al epicentro del ruido, al origen del relámpago; el olor a pólvora la guió, la tomó de la mano, y aún antes de entrar, ya sabía que él se había matado. Hizo una pausa, abrió la puerta, y lo confirmó. El disparo le arrancó la cabeza, completamente; una inmensa mancha roja, como aureola, salpicaba una de las paredes blancas del cuarto.

Ella se sentó en la cama, se llevó las manos al rostro. Y lloró, envuelta en el humo de la explosión, en la bruma de la muerte.

La idea de matarse comenzó a germinar en su cabeza hacía ya varias semanas; un taladro, un hueco en el estómago, unas ganas de llorar. Como ya había sucedido en ocasiones anteriores, intentó desbrozar la idea escribiendo, con furia: creando mundos y héroes. Sin embargo, había una revolución química que nadie le diagnosticó; una esquizofrenia de litio, una orgía de depresión. 

En él floreció la tristeza, que sólo se asomaba en sus ojos, de vez en cuando. Y, al final, ganó la muerte, arrancándole la cabeza. 

Él no vivía: hacía erupción, explotaba, arrasaba o creaba. Un dios furioso que exprimía sus días y sus noches, viviendo al límite: arrancándose la piel en cada respiro, en cada borrachera, en cada frase escrita. Corresponsal de guerra, y aún jugándose la vida en las trincheras como ayudante médico, salvó vidas en la I Guerra Mundial. Después deambuló en París, donde era una fiesta, y se midió la virilidad con F. Scott Fitzgerald, y ganó. Boxeó contra profesionales, y perdió. 

Moldeó novelas épicas con la arcilla de mujeres y hombres de bronce y de mármol, como él; historias extraordinarias, protagonistas extraordinarios. No vio a los toros desde la barrera, y tomó bando, siempre. En España, cubriendo la guerra civil, no tuvo reparos para tomar el fusil y dispararle a franquistas; fratricidio que, presentía, era el preámbulo de algo aún más macabro. Y, pocos años después, con la resistencia francesa, recuperó palmo a palmo el territorio conquistado por el fascismo: él y un puñado le arrancaron el bar del Ritz a los nazis: los sacaron a patadas y brindó con un whisky.

En Cuba persiguió marlines y submarinos, y creó una cofradía con pescadores que aún lo recuerdan cuando se hacen a la mar brava. Vaciaba las existencias de ron de la bodeguita, y en veladas sin fin, conspiraba por la libertad. Sus gargantas profundas, dealers de adrenalina, el proporcionaban información confidencial de la guerra; cortometrajes de batallas, que él estudiaba una y otra vez. Había una película que vio una infinidad de veces, y en ella se registraba una matanza perpetrada por un marine en una isla del Pacífico: el soldado estadounidense, con un lanzallamas, mataba a una familia. 

Miraba, hechizado, la escena, intentando no olvidar el rostro del sádico militar. Te voy a encontrar, donde sea que te encuentres, y te voy a matar, clamaba con furia. 

Prefería la compañía de apátridas o peloteros a otras faunas, como los escribidores o incluso la realeza: se le vio realmente incómodo cuando recogió el Nobel de Literatura, donde pronunció el discurso más breve en la historia de esos premios. El más breve, pero también el más bello: "El escritor crece en estatura pública a medida que se despoja de su soledad y a menudo su trabajo se deteriora debido a que realiza su trabajo en soledad, y si es un escritor suficientemente bueno, cada día deberá enfrentarse a la eternidad o a su ausencia”.

Ya desde entonces se comenzaba a asomar su destino. Esa soledad, ese cáncer, esa tristeza, que unos llaman depresión maníaca, se apoderó de él y no lo soltó ya nunca más, una tormenta con pocos períodos de calma. Él, una fuerza de la naturaleza de 120 kilos sobrevivió a todo, menos a él. En la víspera del cañonazo, pesaba sólo 50 kilos. 

Una posible explicación que se le da a su trágico final es una enfermedad genética denominada hemocromatosis, que consiste en la incapacidad para metabolizar el hierro, lo que termina provocando un severo deterioro físico y mental. Este problema podría explicar el historial de suicidios de su estirpe. Sin embargo, nadie habló nunca del tema, era un tabú. 

Y, sin embargo, nadie, nunca habla nunca del tema, es tabú. No podemos hablar del suicidio ni de los suicidas, a pesar de que las cifras en Yucatán son alarmantes. Mujeres, habitantes de infiernos que prefieren arrancarse la vida que seguir siendo víctimas de la violencia nuestra de cada día, de cada casa; hombres poseídos por el demonio del alcohol, incapaces de exorcizar su sed, jóvenes sin esperanza que encuentran la mejor salida a su soledad en el brazo de una hamaca. 

Se matan y los enterramos, a ellos y a su memoria; exiliamos su recuerdo. O, peor aún, los volvemos a matar, escupiendo fue cobarde, eligió la salida fácil: jueces patéticos, incapaces de comprender los motivos que los orillaron al suicidio, cuando incluso, como sociedad, tal vez seamos nosotros la razón. Sólo en este 2021, 163 yucatecas y yucatecos han seguido el mismo camino que tomó Ernest Hemingway.


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Edición: Estefanía Cardeña


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