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Ciencia, corrupción y burocracia

Como comunidad científica hay que modificar las creencias sobre la superioridad moral
Foto: Enrique Osorno

Nalliely Hernández Cornejo*

Durante los últimos meses, parte del debate público estuvo polémicamente dirigido a respaldar o condenar la acusación por parte de la Fiscalía General de la República en contra de 31 miembros de la comunidad científica por cargos tan serios como delincuencia organizada. Son muchas y complejas las aristas de este caso. Por un lado, la Fiscalía habla de una buena cantidad de recursos cuyo ejercicio no fue debidamente justificado por parte del Foro Consultivo Científico y Tecnológico. Por otro, la acusación generó una amplia indignación por parte de la comunidad científica interpretando la misma como una venganza por parte del Fiscal General, por haber sido rechazado en el pasado al Sistema Nacional de Investigadores; o que se trata de formas represivas de silenciar el descontento de las políticas públicas que en el campo ha implementado el gobierno actual; de que el presidente tiene una visión “provinciana de la ciencia” (¡qué desafortunada expresión!); e incluso han llegado a decir que se vive un clima “estalinista” de persecución en el campo científico. 

Más allá de que al parecer las acusaciones de la Fiscalía (no sólo esta) no han sido suficientemente contundentes en pruebas (el juez ha negado en más de una ocasión las órdenes de aprehensión), y de que, sí parece haber señalamientos de irregularidades (ignoro si para tales acusaciones, pero esto ha sido debatido ya por juristas), lo que ha llamado más mi atención es el estilo de argumentaciones que una parte de la comunidad científica ha proporcionado en medio de su indignación. Voy a señalar tres creencias que subyacen en tales argumentos que me parecen equivocadas y que posibilitan excesivas interpretaciones. 

En primer término, creo que permea la idea cultural de que las comunidades científicas practican distintivamente un conjunto de virtudes morales tales como la honestidad, la búsqueda de la verdad, etcétera. Si bien es cierto que el pensamiento ilustrado y la modernidad acuñaron una imagen de la ciencia como la actividad prototípica donde se encontraba la verdad, entendida como la “realidad tal como es en sí misma”, y ello implicaba que estaba al margen de preferencias personales, cuestiones políticas, sociales, etcétera, muchos estudiosos, entre ellos, Robert N. Proctor nos ha mostrado en su texto Value-Free Science? Que esta fue una construcción moderna usada para transmitir culturalmente una imagen de una ciencia neutra con distintos fines sociales (a saber legitimar o deslegitimar determinadas ideas en función de su supuesta cientificidad). Esta imagen, no obstante, ha sido ya muy cuestionada por la filosofía contemporánea y los estudios sociales de la ciencia. Sin embargo, conservamos la idea de que, aunque la ciencia no encuentra este tipo de verdades con las que soñaba, el ethos de la comunidad científica que ya perfilaba Francis Bacon, sí participa de determinadas virtudes morales que otras comunidades no. Pero como el filósofo norteamericano Richard Rorty ha desarrollado con detenimiento, no queda claro por qué la comunidad científica sería más virtuosa que la de los ingenieros o los carpinteros. El argumento de indignación de algunos científicos parece seguir ese presupuesto: como son científicos no pueden ser deshonestos. Pero la historia y la práctica real del mundo y del país muestran otra cosa, pues la ciencia es una práctica social como cualquier otra, envuelta en intereses individuales o de grupo, relaciones de poder, prejuicios, etcétera. 

 

Foto: Afp

 

El segundo supuesto que parece subyace en algunas de las manifestaciones de indignación es más general, y corresponde más bien a una identificación equivocada de clase dentro de la práctica académica y científica. Ya Juan Villoro apuntaba en alguna de sus columnas que México estaba estratificado en clases sociales en todas sus prácticas, y el ámbito académico no es la excepción. Mientras que a menudo se quiere hablar de la “comunidad científica” como un gremio homogéneo, la realidad es que está tan estratificada como la sociedad mexicana. El conflicto del bajísimo salario que percibe la mayoría de los profesores de asignatura en las universidades públicas pone estas desigualdades en evidencia (como el caso de la UNAM que se hizo público recientemente, pero no el único ni el peor). Lo relevante aquí es que hay una apariencia de “una comunidad científica o académica” cuando en realidad son muchas y con muchas desigualdades económicas, sociales y políticas. Los señalamientos de corrupción (y otros) no apuntan, a mi consideración, a esa “comunidad científica”, en general, supuestamente homogénea, sino a un pequeño grupo que tenía un lugar privilegiado en ella. No obstante, en esa aparente homogeneidad se genera una falsa identificación con un grupo que tiene acceso a recursos y privilegios que la mayoría de los académicos no tenemos ni tendremos nunca (es curioso que la identificación no se suele darse en sentido inverso, pues los investigadores con lugares privilegiados casi nunca se identifican con los menos favorecidos). 

El tercer y último supuesto que creo que subyace en la argumentación de la indignación científica es aún más perversa y general. No es exclusiva del ámbito académico o científico. Se trata de la burocratización de la vida académica como una supuesta forma de transparencia e imparcialidad. Algunos de los argumentos esgrimidos por los defensores de las acusaciones apelan al hecho de que los múltiples procedimientos y papeleo que debemos realizar los académicos cuando ejercemos recursos hacen imposible que estos sean mal usados. Si bien es cierto que la realización de tales procedimientos se vuelve a menudo un verdadero viacrucis, ya David Graeber en su brillante texto La utopía de las normas desarrolla la convincente tesis de que en realidad tal burocracia solo representa un mecanismo que aparenta imparcialidad y transparencia, pero que se trata más bien de una simulación; dentro de ella se sigue beneficiando a determinados grupos o individuos, al tiempo que se pueden disimular usos indebidos de los recursos. Este diagnóstico está respaldado por muchas investigaciones que han señalado que la cultura de la meritocracia en realidad favorece a algunos, y genera la falsa sensación de que fracasamos porque no tenemos suficientes méritos personales. En suma, la burocratización de la vida académica está basada en la falsa premisa de que todos somos mentirosos y de que los procedimientos que llevamos a cabo en ella (que no tienen nada que ver con nuestro trabajo) generan imparcialidad, justicia y transparencia. 

La lección que extraigo de este episodio es que como sociedad y comunidad científica debemos modificar las dos primeras creencias sobre la pureza, superioridad moral y homogeneidad de esta última. Pero también deberíamos de pelear por la desburocratización de la vida académica que la va asfixiando lentamente (o quizá rápidamente), eliminado la imaginación y la creatividad, reduciendo todo a productos completamente previsibles y promoviendo la simulación, pervirtiendo completamente nuestro trabajo como investigadores y profesores. Ya el propio Graeber nos dice que la burocratización de la vida es un giro promovido justamente desde el neoliberalismo cuando se imita la estructura de las empresas en la vida pública. Así que, si la 4T en verdad quiere terminar con él, debería orientar sus políticas a minimizar tales estructuras y generar unas alternativas basadas en la confianza, la transparencia, la igualdad y el compromiso social.

*Profesora de filosofía de la Universidad de Guadalajara

 

 nalliely.hernandez@académicos.udg.mx 
 

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Edición: Estefanía Cardeña


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