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Guía del autopista galáctico en el metaverso de la Matrix

Algoritmos que parecen que escuchan susurros o leen la mente, nos dicen qué comprar
Foto: Reuters

Y, de repente, un insignificante virus puso de rodillas a la humanidad, obligándola a encerrarse a cal y canto; un regreso forzado a las cavernas. Si el mundo ya había logrado convertirse en archipiélago con las nuevas tecnologías, se tornó en islas a la deriva en medio de un mar de confusión. Vacunas fabricadas al vapor, rodeadas de intereses comerciales, arropadas de teorías de la conspiración que alertan de daños colaterales. Multimillonarios que fantasean con la conquista del espacio, patrocinando cohetes que no van a ninguna parte, o que buscan, desesperados, la mítica fuente de la eterna juventud, ya que no le bastará esta vida —ni otras cien— para gastar sus fortunas. 

Alberto nació en Mérida, pero desde hace años vive en otro país, en otro continente. No sé si es por que extraña su ciudad natal, o por que no logra engancharse a su nuevo hogar, pero todas las semanas, sin falta, escribe sobre aquí. Y, teniendo como única fuente un sólo periódico, escuchando siempre las mismas opiniones, juzga y prejuzga desde una palestra, fría y lejana. En uno de sus últimos sermones, criticó el metaverso anunciado por el mefistofélico Zuckerberg. Lo que aún no se ha dado cuenta Antonio es que escribe en la comodidad de la matriz de su claustro, viviendo una realidad alterna, de fuentes endogámicas y sesgadas; patético Neo, triste replicante que no ha abierto los ojos. Él, desde hace mucho, es un ciudadano del metaverso.

Stanislaw recordaba cómo, en días de invierno, traspasaba un espeso manto de niebla, un halo helado, camino a la escuela. La nieve le llegaba a las pantorrillas, y aún con el papel de cera que envolvía sus pies, lo primero que tenía que hacer al llegar a su salón era descalzarse y poner sus calcetines y botas junto al fogón. Ahí, durante unos minutos, masajeaba sus pies morados. En el camino no veía nada a la izquierda ni a la derecha, ni arriba, ni abajo: se limitaba a seguir la estela de algún compañero que iba adelante de él, un pionero, un descubridor; un astronauta en ese frío planeta que agonizaba tras la cortina de hierro. 

Al igual que Ryszard, hizo colas de horas para recibir productos básicos para su casa. Una vez cada dos meses, los dos se unían a un escándalo de niños por unas latas que habían contenido un tipo de harina dulce, desechadas por las panaderías. Los niños se llevaban esos recipientes a sus casas y les ponían agua caliente, que dejaban espesar con los restos pegados de la harina. Después de varias horas, con una especie de cuchara escapaban esa costra, que era lo único dulce que conocieron en su infancia. 

Con el paso de los años, Ryszard se convirtió en reportero, y fue considerado uno de los mejores corresponsales de guerra de la historia. Narró la realidad, y ahora sus crónicas nutren los libros de historia. Stanislaw igual eligió las letras, pero prefirió imaginarse el futuro: fue uno de los grandes genios de la ciencia ficción del siglo XX, pero, a diferencia de Ryszard, quien fue reconocido en vida, a Stanislaw le llegó la fama después de muerto. Estamos hablando de Ryszard Kapuściński y Stanislaw Lem. 

Lem fue autor de medio centenar de novelas, libros de relatos, ensayos y autobiografía, traducidos a más de cuarenta idiomas, en Lem convergen el humanismo, la reflexión filosófica, el pulso narrativo, el absurdo y el humor. Fascinado por la astrofísica y la cibernética, en sus obras sobrevuela un hondo pesimismo y la certeza de que el hombre es su peor enemigo. Murió en 2006; ese mismo año se le dio su nombre, como homenaje, al primer satélite espacial de Polonia, nación ya fuera de la órbita de la enterrada Unión Soviética. 

En vida, sin embargo, fue ninguneado, algo que a él poco le importó. La temática de sus escritos le permitían pasar la férrea censura del régimen comunista polaco. Esos oscuros hombres de lápices rojos en lugar de dedos o no entendían los escritos de Lem o simplemente no le importaban, y fue gracias a esa ignorancia o desidia que hoy podemos leer Solaris (1961), El castillo alto (1966), Ciberiada (1967) y Diarios de las estrellas (1971). Y si los leemos hoy, nos daremos cuenta de qué tanta razón tenía el novelista polaco al describir su futuro, que en parte es nuestro presente. 

Algoritmos que parecen que escuchan susurros, o que incluso leen la mente, nos dicen qué comprar, a dónde ir, por quién votar: el fin del libre albedrío, el sueño de los tiranos hecho realidad por medio de códigos de programación. Automóviles que se conducen solos, al alcance sólo de una élite cada vez más distinta al resto de la población: hombres y mujeres más altos, más sanos, más bellos… más egoístas y crueles. Grilletes electrónicos que le dicen a los verdaderos dueños del mundo dónde estás, qué música escuchas, a quién amas. Mares que se quieren comer ciudades, desiertos que avanzan como si tuvieran pies. Líderes que sueñan con clonarse para perpetuarse en el poder y hacer una dinastía de su ADN.

Hasta hace unos años, digamos 2019, el mundo era descrito por los herederos de Herodoto, entre ellos Kapuściński. En esta encrucijada, la mejor manera de estar informados es leer a Lem, George Orwell, Isaac Asimov, Ray Bradbury, Úrsula K. Le Guin, Frank Herberth y Ted Chiang, todos ellos visionarios que reportaron, años antes, lo que está sucediendo ahora. 
 

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Edición: Estefanía Cardeña


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