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En Nochebuena, él llorará por primera vez a su padre muerto

Le hubiera querido decir que no temiera, que él se haría cargo de su esposa y de su hijo menor
Foto: Afp

Cruzó la frontera entre la niñez y la adolescencia en la sala de su casa, cuando un relámpago recorrió su espina dorsal mientras en la televisión apareció una mujer, que entonces, pensó, era el ser más bello que había visto. Su mundo se reducía, desde hacía meses, a sus padres y a su hermano pequeño, atrincherados en pocos metros cuadrados del miedo que merodeaba afuera. 

La casa era cómoda, y la convivencia, en armonía; cada quien ponía de su parte, esperando todos que ese extraño paréntesis se cerrara lo más pronto posible para continuar con sus vidas, aquellas que les habían arrebatado lo desconocido, lo microscópico. Pero el terror se coló por las ventanas e infectó a los cuatro; los primeros en mostrar síntomas fueron los niños: una ligera fiebre, un cansancio; una tibia marisma que fue diagnosticada, irremediablemente, como coronavirus. Una tos, un dolor de cabeza. 

Los padres se enfermaron dos días después, compartiendo primero ese hierro en las espaldas y en las piernas y esas piedras candentes en las sienes, bajo las axilas. Con el paso de las jornadas, los niños ahuyentaron los dolores, y cesó el coro de toses. En contraste, las frentes de los adultos seguían cultivando perlas y sus gargantas, alfileres. El hijo grande tuvo que cruzar otro rubicón, y hacerse cargo de la casa. 

Él comenzó a pedir el súper y a cuidar de su hermano; a limpiar, lo mejor que podía, la casa; a llamar a la farmacia, pedir los medicamentos de sus padres. Como un cervatillo, su oído se agudizó, y lograba incluso escuchar desde su recámara cuando la respiración de su madre se agitaba o cuando su padre se quejaba, entre susurros y a la mitad de la noche, de los dolores que sentía en la espalda. Las paredes de la casa se convirtieron, para él, de papel. 

A él le tocó hablar a la ambulancia cuando lo despertaron los gritos de su madre diciéndole que su padre se estaba ahogando. A él le tocó recibir a los paramédicos que irrumpieron en su casa y que se llevaron al enfermo: la última vez que vio a su padre fue en una cápsula transparente, con los ojos cerrados y las manos arañándose el cuello, como queriendo quitarse la membrana invisible que lo estaba asfixiando. Le hubiera querido decir que no temiera, que él se haría cargo de su esposa y de su hijo menor; decirle que él ya no era un niño. 

La preocupación de la madre fue más fuerte que su dolor, y a los pocos días ella también venció a la fiera invisible. Ya con el pasaporte negativo en mano, salvoconducto efímero, se trasladó al hospital, en donde estuvo en guardia durante toda la agonía de su esposo. El niño supo que su padre había muerto cuando escuchó a su madre estacionar el auto, donde lloró durante horas detrás del volante. 

Ni él ni su hermano pequeño pudieron ir al funeral de su padre; ni él ni su hermano recibieron abrazo, beso alguno; ni una palabra dulce, ni una frase de consuelo. Ni de su madre, tan herida por la realidad como ellos. Y en esa aridez pasaron los días y los meses; la madre regresó a trabajar, y ellos, a la escuela. Se aferraron a la rutina, intentando arrancarse el recuerdo de su padre; abrieron las ventanas de sus vidas, de par en par, esperando que el olor a muerte desapareciera, que su olor en vida se esfumara de su memoria. 

Pero no fue así: lo tenían impregnado, clavado a sus pieles; habitaba en cada uno de los poros de su cuerpo. Por más que se empeñaran en exorcizarlo, el recuerdo de su padre los seguía, a donde sea que fueran, en inquieta compañía. Lo veían en la silla vacía del comedor, lo escuchaban en los lastimosos aullidos de los perros de la cuadra que desafinaban con el trágico canto de las sirenas. Él, en especial, lo sintió acariciarle el rostro cuando se rasuró, por primera vez, la sombra de su rostro, con la gillette de su padre. 

Su madre lloraba tanto, tanto, que el hijo mayor pensó que sus ojos secos eran, simplemente, parte del déficit dinástico, de un equilibrio cósmico. Y es que él, desde esa muerte de su padre, no había llorado: ni una sola lágrima había recorrido sus mejillas; ni una sola. Y eso lo hacía sentir extraño, incompleto; eso lo hacía sentir, en cierto modo, un mal hijo. Cuánto te quería, papá; cuánto te sigo queriendo. No sé por qué no puedo llorarte, si hasta me duele el pecho de lo tanto que te extraño. Cuánto te quería, papá; cuánto te sigo queriendo. 

La primavera del semáforo verde llegó, y el luto de la ciudad se fue llenando de colores y de sonidos. Él sintió de nuevo la electricidad en su espina dorsal, en un recreo, cuando vio a una de sus compañeras quitarse la liga del pelo y crear una estampida con él; se sintió naufragar, ahogarse en ese indomable castaño que brillaba con el sol. Pero ese éxtasis se convirtió de nuevo en agonía, en un dolor tan sólido que incluso pensó que se lo podría quitar con las manos. 

Será hasta pasado mañana, viernes, cuando los tres se sienten a cenar: la viuda y los huérfanos. Será hasta entonces, mientras su hermano pequeño esté abriendo los regalos que su madre, luchando con rabia contra el derrumbe, le compró, deambulando como sonámbula en plazas abarrotadas como si nada hubiera pasado. Será en ese momento cuando él, por fin, llore. Su madre se pondrá de pie y lo abrazará más fuerte que nunca, besándole la frente, los ojos, las mejillas húmedas por las lágrimas. 

Y se verán fijamente, madre e hijo, y llorando, los dos, al fin también sonreirán, recordando a quien nunca estará ausente. No dirán palabra alguna, pero ambos comprenderán que llegó el momento de dejar de ver hacia atrás y comenzar a ver de frente, de enfrentar el futuro, acompañados de su recuerdo. Ella no se atribulará pensando cómo sacará adelante a sus hijos, o cómo les responderá las metrallas de preguntas. Él no piensa en su compañera de escuela, en la tormenta de su pelo y en las mariposas que revolotearán en su estómago. Ya habrá tiempo para ello. Ya habrá tiempo para todo. 

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Lea, de este mismo autor: Apetito de carne humana

 

Edición: Estefanía Cardeña


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