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Picheta, un Ícaro que voló muy lejos del paladar

Lo que afuera acontece no es responsabilidad del restaurante
Foto: Facebook @pichetamx

Andrea Medina Razo

Uno de los restaurantes más recomendados y presentados en las guías culinarias de la ciudad de Mérida es Picheta. Es verdad que desde afuera se puede apreciar su ubicación privilegiada: el segundo piso del corredor del Palacio Municipal, frente a la Plaza Grande de la ciudad, un bello anticipo que alienta a comensales a pasar un rato agradable en el corazón de Mérida con la promesa de una buena comida.

Al subir las escaleras y seguir a la recepcionista a la mesa asignada, la obra empieza a tornarse confusa; nos encontramos en un espacio pasillero que del centro hacia arriba coquetea con el buen gusto (aunque no tan hábilmente), lo más notable y significativo es la decoración con cuerdas de barco y paredes de mampostería ligeramente intervenidas por la natural restauración de los edificios viejos, luego la promesa empieza a tambalearse cuando miramos el decadente mobiliario y los pisos que recuerdan a un diner al puro estilo carretero estadunidense. Ahí uno empieza a dudar entre pedir un cóctel o una hamburguesa con queso, ¡normal!, el lugar no sugiere realmente un estilo.

La incoherencia mobiliaria y la disposición del lugar empiezan a hacer ruido en el panorama visual, ruido que se acrecienta y traslada a los oídos cuando la mesa asignada se encuentra junto a la ventana con vista a la calle 61 de la Plaza Central. Nuestra bella obra ya tiene personajes ambientales: música estridente del exterior y vibraciones de las ventanas que impiden seguir una conversación cómoda entre dos personas que se encuentran a menos de un metro de distancia. Y si bien es cierto que lo que afuera acontece no es responsabilidad del restaurante, acondicionar el lugar para que esto no afecte a quienes ahí se encuentran sí lo es.

El entremés parece breve y soportable, pese a todo, mientras se elige entre las diversas opciones, sugerentes y apetecibles que aparecen en el menú. La orden está decidida: un plato de coliflor al pastor; hay un dejo de curiosidad que entusiasma y la propuesta seduce por original. Se toma la orden en manos de un amable mesero… una vez, dos veces, tres veces. La desorganización acaba de aparecer en la escena con un papel brillante e inesperado.

Aquí es cuando los comensales pensaríamos que la tragicomedia culinaria empieza a consumarse y que los personajes secundarios de la misma empiezan a hacer su danza. Pero, damas y caballeros, ninguna comedia está completa sin un magnífico protagonista que la sustente, en esta ocasión el protagonista ha hecho su entrada triunfal, apareciendo en el medio del escenario vistiendo un rojo pero decadente caldo de achiote que cubre su frágil y blanco cuerpo de coliflor insípida, sosteniendo un inútil y patético cuchillo de madera que impediría la acción del más hábil Romeo que yace en su pequeña cama de guacamole insustancial.

No hubo clímax en esta obra, nuestro protagonista no fue capaz ni de seducir ni de agredir a nuestro paladar; no hay aplausos y si alguien hubiera aventado tomates hubiera sido un alivio que calmara nuestra abstinencia de guarniciones en el plato principal. ¡Pobre Romeo pretendido yucateco! ¡Pobre público comensal! Es la humillación protagónica la que danza en una baile de decepción sobre los paladares.

Sin embargo, quien piense que los clímax ocurren al medio y que sin clímax una obra se cae es que se ha perdido de desenlaces formidables. Nosotros esperábamos el nuestro en voz de un último y prometedor personaje: un cheescake de higo con helado. El público guarda silencio, la obra aún no está perdida, aparece el personaje, se presenta frágil, comienza un diálogo, nervioso, tembloroso, sin voz y con el sombrero caído a un costado. Un cheescake promedio que prometía un sabor de higo que brevemente se distinguía y un helado que no correspondía al sabor anunciado en el menú; un cambio sin previo aviso. En estos momentos la sala estaría casi vacía, la obra tan sugerente al inicio no ha tocado ninguna fibra humana sino la del aburrimiento y la decepción, sentimientos de la misma familia que no perdonan la indecisión y la falsa promesa de un final esplendoroso.

Sin embargo, algo hay que reconocer y es que al final nos devolvieron parte de nuestro dinero invertido en las entradas, el triste plato de Romeo Coliflor no fue cobrado pero el costo de una obra mediocre tiene el alto precio de la breve desazón que antecede al olvido y nos regresan el antojo de asistir a un bello y satisfactorio festín callejero de tacos de esquina y panuchos de mercado, joyas de nuestra gastronomía nacional que cobarde, sin gracia e inútilmente han querido ser amenazadas por tristes y débiles mercenarios que sufren su noche triste y su caída en el Imperio de nuestros paladares. 

Fin de la obra, se cierra el telón.

[email protected]

Edición: Ana Ordaz 


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