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La ciudad de los muertos

El libro deja entrever un odio a roma que va germinando en su alma
Foto: PenguinLibros

El padre conduce el automóvil; surca en silencio la oscuridad de la noche. A un lado su hijo de 29 años ve las luces dispararse en la ventanilla: objetos borrosos que desfilan ante los ojos, como la vida misma. Ninguno de los dos habla; no tienen nada que decirse. Hace años que no tienen nada de que hablar. Pasan así años y minutos, circulan así kilómetros, hasta que el joven rompe la tregua: He matado a un hombre, confiesa. El padre continúa manejando, sin saber qué contestar. Lo invade una inmensa incertidumbre, como una losa, que aún no desaparece; una niebla que envuelve todavía, años después, a una sociedad. 

Se llama Manuel Foffo. Él junto con Marco Prato mataron a sangre fría a otro joven, Luca Varani. Este suceso sacudió a Roma hace pocos años; la ciudad aún tiene escalofríos. Los asesinos se ensañaron con su víctima, sin motivo aparente, sin razón alguna: fue el colofón de varios días y noches de alcohol y cocaína. Foffo y Prato se esnifaron su humanidad hasta convertirse en monstruos. Ninguno de los dos tenía antecedentes, los dos parecían personas normales, y eso fue precisamente lo que impactó a una ciudad acostumbrada, desde su creación, a los peores crímenes. Roma, hay que recordarlo, se fundó cuando Rómulo mató a su hermano. 

Los detalles de este asesinato fueron desgranados por medios serios y sensacionalistas; en una coyuntura política y económica complicada en Italia, la orgía macabra protagonizada por Foffo y Prato era lo único que despertaba interés en una sociedad que rompía su letargo con el olor de sangre. Las redes sociales hacían eco de detalles con el morbo de las hienas, como las inclinaciones sexuales de los asesinos, mientras reporteros y fotógrafos cazaban a sus familiares, en un acosador serengueti. La víctima, Varani, fue asesinada de nuevo, esta vez por la opinión pública: sin voz, no pudo desmentir versiones más filosas que los cuchillos que lo cercenaron.

Roma, en este crimen, se veía en el espejo, aterrorizada; cualquiera de sus jóvenes podía ser el asesino, o el asesinado; cualquiera de sus adultos, sus padres. Una generación perdió la virtud, al reconocer en esta tragedia un signo de podredumbre colectiva; Roma, un cadáver eterno. El periodista y escritor Nicola Lagioia requirió años para diseccionar este hecho, para hacerle la autopsia, en un colosal ejercicio de introspección. Estas tristes memorias de una sociedad errante conforman el libro La ciudad de los vivos (Random House, 2022). Lagioia platicó con los protagonistas, sus familiares y amigos; leyó declaraciones judiciales y diagnósticos psicológicos, entrevistó a antiguos profesores y a vecinos para intentar comprender lo incomprensible. 

Agnóstico, incluso escuchó con atención el testimonio del comandante de los carabinieri que aseguró que cuando entró en la habitación en la que habían asesinado a Varani sintió una presencia diabólica, un mal que se podía palpar, que quemaba. Lagioia registró meticulosamente las horas que precedieron y sucedieron al crimen, un cronómetro de la barbarie, calculando incluso la cantidad de cocaína que se metieron al cuerpo los asesinos en cinco días: veinte gramos, más 10 botellas de vodka. Tal cantidad, irremediablemente, llevó a Foffo y Prato a divorciarse de la realidad: funambulistas entre la aberración y lo cotidiano. Estar drogados, concluye Lagioia, no los convirtió en asesinos. 

La razón fue la explosiva unión de las personalidades de los asesinos, un íncubo y un súcubo. Y fue también el desdén por el otro, en este caso Varani, quien para ellos era sólo un muchacho de la periferia que por dinero haría todo. Foffo y Prato eran hijos de su tiempo, producto de la sociedad. En su andar por las tinieblas, el autor de La ciudad de los vivos deja entrever un odio a Roma que va germinando en su alma, una ciudad en donde florece la maldad, donde la vida de un joven no vale nada. Foffo y Prato mataron a Varani con la complicidad de la ciudad, cuya noche esnifó también la tragedia. No hay monstruos en una sociedad, reflexiona Lagioia. Sólo hombres y mujeres que hacen cosas monstruosas. 

La maldad tiene diversos rostros. En la mayoría de las ocasiones, ni siquiera logramos divisar uno. En La ciudad de los vivos se nos revela uno de los más atroces, pero hay más, hay otros ¿Cómo habrá sido la escena en la que un joven de Mérida le confesó a su padre que traficaba imágenes y videos de mujeres? ¿Qué reacción habrá tenido ese padre al conocer que su hijo había incurrido en un delito grave al compartir material pornográfico a través de una aplicación de mensajes instantáneos? El germen de la maldad es el mismo: arrebatarle humanidad a la víctima. Para Foffo y Prato, Varani era sólo un objeto de fantasías ocultas que afloraron cuando la cocaína ahuyentó la realidad. Para los integrantes de ese canal de Telegram, las fotos y videos que compartían no eran de sus compañeras de universidad sino únicamente vehículos de satisfacción: sólo carne. 

Foffo purga una larguísima sentencia, y Prato se suicidó. ¿Qué pasó con esos jóvenes que compartieron esas imágenes y esos vídeos?

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Lee, también del autor: Escuelas construidas con ladrillos y sueños


Edición: Estefanía Cardeña


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