Hace unos días recibí la visita de dos queridas amigas, provenientes de Oaxaca. Ellas decidieron hospedarse en el hotel Hacienda Misné, pues vía internet les pareció bello e interesante.
Habían pensado quedarse más de una semana, dispuestas a pagar una tarifa superior a los 4 mil pesos por noche; sin embargo, su estancia sólo duró dos, debido al pésimo servicio del lugar, desde un desayuno que se convirtió en el “más espantoso de nuestras vidas”, con un café grisáceo y grumoso que hacía dudar de que se tratara del aromático grano, hasta la falta de aseo de las habitaciones (no tendieron ni las camas) y la ausencia de agua caliente, en una Mérida invernal, donde ya sabemos cómo cala el frío combinado con la humedad y, para colmo, sin recepcionista en la madrugada: ellas tuvieron que esperar largamente a que un somnoliento empleado les abriera la puerta, en medio de la noche y la llovizna.
Esta desastrosa atención contrasta con la generalizada amabilidad de los yucatecos. Un estado que en buena medida basa su economía en el turismo no se merece este hotel que no hace honor de lo que ostenta: cinco estrellas, de las cuales no brilló ninguna.
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