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En el vientre de la ballena

Al salir de la reclusión todos nosotros nos comportamos como locos de atar
Foto: Juan Manuel Valdivia

A finales de 1891, el barco Star of the East cazaba ballenas cerca de las Malvinas. Una tormenta de dimensiones bíblicas puso a prueba su estructura y tripulantes; uno de ellos, James Bartley, cayó al mar. Si una ballena no lo tragaba de un bocado, hubiera muerto ahogado. Vino la calma posterior, la prometida, y los compañeros de Bartley continuaron sus faenas, sin tiempo para llorarlo. A la semana cazaron un inmenso cachalote, y después de procesarlo todo el día y parte de la noche, un grupo subió el estómago del animal a cubierta y descubrió dentro a su compañero hecho un ovillo, inconsciente, pero vivo. 

“Se tendió al hombre y se le dio un baño de agua salada para revivirlo; en los lugares en que los jugos gástricos del animal habían actuado, la piel estaba completamente blanca, como si fuera la de un espantoso feto adulto. Durante dos semanas, Bartley se comportó como un loco de atar, pues la experiencia que había pasado le afectó mucho, pero luego recuperó la cordura y se reincorporó a su puesto”, narra Philip Hoare en su enciclopédico Leviatán o la ballena (Ático de libros, 2009).

Durante meses, la formación educativa de miles de niños y jóvenes en Yucatán se ha visto afectada por las medidas impuestas para evitar contagios de coronavirus. Desde la soledad de sus casas, a distancia, han cursado ya casi dos años escolares. Los recreos se han convertido en capítulos de series o niveles de videojuegos; los amigos, en cuadritos de Zoom. A pesar de los visibles efectos negativos, hay aún un grupo radical de padres de familia, maestros e incluso medios de comunicación que, por una u otra razón, impide el regreso a clases presenciales. 

La modalidad virtual ha dejado mucho qué desear, y la formación de estos niños y jóvenes se ha visto seriamente afectada. A corto plazo, Yucatán se ha convertido en el estado número nueve del país con mayor porcentaje de población con rezago educativo, con 21.8 por ciento, por encima de la tasa del país, que es 19.2 por ciento, según la Medición de la Pobreza 2020 del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval. Son más de 510 mil los niños y jóvenes yucatecos con rezago educativo; más de 24 mil que en 2018. Si la situación continúa así, se estima un incremento de 49 mil 600 alumnos en esta situación para este año.

Además, “somos el sexto territorio con mayor aumento en inasistencia entre adolescentes de 16 a 21 años, ya que seis de cada 10 personas de este sector de la población no asisten a la escuela”, según se reveló en una rueda de prensa en la que las autoridades invitaron a llevar de nuevo a sus hijos a las escuelas. El más reciente coletazo de la bestia, emponzoñado con la nueva variante, ya está remitiendo, y tanto los protocolos como las vacunas han demostrado su eficacia. No hay razón para mantener en el encierro a los alumnos, no hay motivos para seguir en el vientre de la ballena.

No hay un antecedente similar en la historia contemporánea, por lo que hay la libertad de utilizar cualquier metáfora o comparación; una libertad tan vasta como el océano, una imaginación tan convulsa como las mareas. En efecto, la prohibición de clases presenciales salvó muchas vidas, tanto de niños y jóvenes como de adultos. En el génesis de la pandemia, cuando el hito del antídoto aún no se divisaba en el horizonte, la reclusión no sólo fue necesaria sino indispensable: la furia de la tormenta hacía crujir la estructura de la realidad. Durante la peor parte, el mundo se redujo y se convirtió en el vientre de una ballena, con fronteras limitadas por el miedo y la incertidumbre. Incómodos y con carencias, sin embargo, estábamos a salvo: afuera era peor, mucho peor. Afuera, la gente se desplomaba en las calles, como pájaros.

La pandemia, temblor externo, escalofríos, ha tenido réplicas, la última ocasionada por una variante sumamente contagiosa, pero que al igual que las anteriores ha bajado de intensidad luego de un trepidante cenit. La gran mayoría ya nos libramos de las tripas de la bestia; al fin y al cabo, el mundo sigue girando. Hay, sin embargo, una generación que sigue en los vientres de la reclusión, la legión de Jonás a la que se le impide ver el sol de nuevo. Padres y madres que trabajan en fábricas, que van a bancos y despachos; adultos jóvenes que brindan en cantinas, bailan y cantan en conciertos, que celebran goles; abuelos que exorcizan la soledad y coquetean con el falso azar en los casinos… Y niños rumiando la vida en casa, lejos de todo, ajenos a todo. 

Como al marinero Bartley, al salir de la reclusión todos nosotros nos comportamos como locos de atar, cegados por el sol que se nos negó, sin saber qué hacer afuera; poco a poco, recordamos nuestra vida pasada y la pesadilla quedó atrás. Tan atrás que en ocasiones no nos acordamos que aún hay una generación emparedada. Niños y jóvenes carcomidos por los jugos gástricos de la reclusión que, como ya se hizo evidente, ha erosionado su formación. El vientre de la ballena los salvó en el pasado, en efecto, pero podría convertirse en su perdición en el presente y futuro. Hay que sacarlos de ahí, antes que el animal los vomite, convertidos en desechos, en parias de una sociedad que les limitó sus oportunidades.

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 Lea, del mismo autor: Ensayo sobre la miopía

 

Edición: Estefanía Cardeña


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