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Por qué ser humanista no basta

¿Por qué de forma reiterada el presidente evita autodefinirse como feminista?
Foto: Cecilia Abreu

Nalliely Hernández Cornejo*

En los últimos dos o tres años, a propósito del 8 de marzo, la respuesta del presidente Andrés Manuel López Obrador cuando le preguntan si es feminista se repite: “soy humanista”. A pesar de que se manifiesta a favor de la igualdad entre hombres y mujeres; en contra de la violencia de género; en favor de una sociedad sin injusticias para las mujeres y da cuenta de que, desde hace décadas, en su lucha social ha estado incorporado este tema, rehúsa asumirse como feminista. Prefiere el humanismo. Aunque hasta donde recuerdo nunca ha explicado qué entiende por humanismo y este es un concepto polisémico: se puede entender a grandes rasgos como una actitud vital o visión del mundo integradora de los valores humanos, los cuales son frecuentemente tema de las disertaciones del presidente. En este sentido, me atrevería a decir que el presidente defiende una especie de humanismo universal o un conjunto de valores que considera universales y que dan origen a derechos, tales como la dignidad y la libertad, que deben ser respetados para todo ser humano sin importar su sexo. Es decir, se acerca más al universalismo de los derechos humanos proveniente de la tradición ilustrada. 

A primera vista esta posición no parece demasiado diferente de la causa feminista. Pero, si no es tan diferente, ¿por qué de forma reiterada el presidente evita autodefinirse como feminista? En las líneas que siguen defenderé brevemente que, efectivamente, dicho humanismo, no es igual al feminismo, entendido este último como un movimiento social que busca eliminar las asimetrías de poder debidas al género en las estructuras sociales y generar patrones culturales más libres. En ese sentido, el humanismo resulta insuficiente para defender dichas causas. 

Como hemos dicho, el pensamiento universalista está basado en una teoría moral cuya convicción es que los principios se aplican por igual a los “seres humanos” sin importar sus peculiaridades, es decir, es una cuestión de derechos que ya son reconocibles y descriptibles, aunque no estén de facto otorgados. Como dice el filósofo Richard Rorty: “Los filósofos universalistas dan por hecho con Kant que al día de hoy está disponible todo el espacio lógico necesario para la deliberación moral, que todas las verdades importantes sobre lo que está bien y lo que está mal pueden, no solo formularse, sino también hacerse plausibles en el lenguaje con el que ya contamos.” En suma, que nos basta con el lenguaje que tenemos (de los derechos universales) para instituir prácticas sociales que eviten las injusticias de género (o cualquier otra). En cambio, para filósofos que desconfían de una definición universal de “ser humano” o de “naturaleza humana” (piénsese en lo difícil que es definir qué es esencialmente el ser humano), es decir, aquellos que pensamos que somos más bien seres maleables que se van construyendo con la historia, creemos que el progreso moral depende que ese espacio de las razones siga creciendo; que necesitaremos que el lenguaje cambie y se expanda.

Esta necesidad se expresa, por ejemplo, en el hecho de que algunas prácticas que se implementan como igualitarias suponen que las mujeres se ajusten a los estándares masculinos (ya sea para los propios hombres o estándares masculinos para mujeres). Esto quiere decir que buena parte del lenguaje y las prácticas organizan nuestra vida fue instituido con la mirada masculina, por lo que una mirada incluyente, conjunta y justa implica que nosotras participemos también en la elaboración del espacio lógico dispuesto para las prácticas (de los significados, las reglas, los argumentos, etc.). Mientras esto no ocurra, puede haber injusticias que no sean percibidas como tales, incluso por nosotras mismas, pues solo tenemos el lenguaje y las normas de una sociedad asimétrica. 

La feminista Catherine MacKinnon cita el ejemplo de una resolución judicial que permitió que las mujeres fueran excluidas del empleo de vigilante de prisioneros por su vulnerabilidad sexual. En palabras de MacKinnon: “las condiciones que hacen de la violabilidad de las mujeres una definición de lo femenino no fueron siquiera consideradas como susceptibles de cambio”, es decir, se adoptó “el punto de vista del violador razonable”. Con este ejemplo quiero ilustrar como MacKinnon nos muestra que la resolución judicial se elaboró con el lenguaje del opresor, que suele naturalizar la asimetría que tiene sobre el otro y con ello problematizarlo suena insensato (piénsese cómo le lenguaje de la antigua civilización griega justificaba el esclavismo). Por tanto, resulta necesario ampliar y modificar dicho lenguaje para que la justicia pueda ser siquiera concebida. Para ello necesitamos no solo palabras nuevas, sino nuevos usos de las ya existentes, aunque claro está, esto al principio suene descabellado. En este sentido, cosas que normalmente nos parecían naturales o normales pueden convertirse en aberraciones morales y viceversa. Situaciones que nos parecen insensatas pueden expandir nuestro espacio lógico llegando a ser socialmente satisfactorias. 

En definitiva, no necesitamos “captar” algo como los “rasgos intrínsecos de los seres humanos”, que nos proporcione un marco moral universal para evitar cualquier injusticia, ya que, como dice Rorty, los únicos rasgos intrínsecos que compartimos los seres humanos son la capacidad de sufrir y de infligir dolor, pero esto puede concretarse en infinitas identidades y prácticas morales (por lo que no nos garantiza una mejor o peor sociedad). 

Para adquirir una identidad moral en tanto que mujeres es necesario expresarlo en términos no disponibles hoy, dicho en palabras de este filósofo respecto del feminismo: “una mujer todavía no es el nombre de ser humano; aún no es el nombre de una identidad moral sino, a lo sumo el nombre de una discapacidad”. Para superar esta situación debemos intentar posibilidades que quizá aún no hemos imaginado y concebido. Por ello el universalismo moral para construir un mundo social donde participemos plenamente hombres y mujeres es una tentación que creo que el presidente debería evitar. Pero también en ocasiones el feminismo se deja llevar por ese impulso universalista, quizá temeroso de no encontrar un fundamento político suficientemente sólido. Creo que sería deseable evitar dicho miedo, porque hace falta más imaginación y más argumentación (incluida la autocrítica) de la que hasta ahora hemos concebido y solo la exploración valiente puede regalárnosla. 

*Profesora e investigadora del Departamento de filosofía de la Universidad de Guadalajara: nalliely.hernandez@académicos.udg.mx 

 

Edición: Laura Espejo


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