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Tres libros de poesía para ella

Cada verso, cada frase era aspirina, bálsamo, que domaba la huída de la certeza
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán

Tenía once, doce años, y capeaba un temporal, que aún con el paso de los años agobia y angustia; aún provoca mareos y arcadas: uno es náufrago de su juventud. Entonces, mi madre, que como todas las madres es conocedora del remedio para cada mal de sus hijos, me regaló, como salvavidas, tres libros, que una vida y mil tormentas después aún conservo y hojeo en el desasosiego. 

Eran poemarios de León Felipe, Nicolás Guillén y Jaime Sabines. Los tres, tan distintos y, a la vez, tan parecidos, aplacaron la ira del momento y se convirtieron en asidero, incluso puerto: faro de letras. Cada verso, cada frase era aspirina, bálsamo, que domaba la huída de la certeza, que suplía las ausencias; eran píldoras para soñar, agua con azúcar; eran salvoconducto a otros lugares, más amigables y seguros.

La pasión de León Felipe encendió en mí la chispa del inconformismo, mientras que la cadencia de Guillén me enseñó la música de las palabras. Sabines me tomó de la mano y, en amoroso silencio, susurró frases que después yo repetí en otro oído. Y, los tres, me mostraron otros caminos, a otras y otros poetas, cada una, cada uno una galaxia; vía láctea, lírica. 

Todos, alguna vez, atravesamos páramos siniestros en los que se enloquece la brújula de la realidad. Esos sitios hostiles florecen en la adolescencia, cuando todo, lo bueno y lo malo, es novedoso; caminamos por senderos desconocidos, estelas en el océano. Ya después, la planta de los pies de nuestras almas se endurece. Eso es la vida: ir construyendo una coraza. 

Hace unos días se electrizó la atmósfera en casa; incluso se escuchaban, a lo lejos, tímidos truenos que advertían tormenta; rugidos, relinchos, ronroneos. La piel se erizaba, se contagiaban escalofríos. Y vi que el huracán se cernía sobre mi hija. 

Al principio no entendí la naturaleza de la melancolía; al fin y al cabo, uno tiende a olvidar las veces en las que la tristeza te postra de joven; esa amnesia nos permite sobrevivir. Hicimos todo para alegrarla, en un esfuerzo incluso físico, que dejó secuelas similares al del desahogo del ejercicio. La tormenta, sin embargo, en lugar de amainar, creció. 

En el desesperante insomnio que provoca tener las manos atadas, recordé el regalo de mi madre; y amaneció, en todos los sentidos. Este miércoles le regalaré a mi hija tres libros: el poema inaugural de Amanda Gorman, con el que espero vislumbre la colina que asciende; uno de Elvira Sastre, por aquello de que a veces, llorar es otra forma de no ahogarse, y treinta poemas, de Cavafis. Ella, aunque aún le falta sitiar y vencer a Troya, comience a disfrutar, como yo, su retorno a Ítaca; advertida quede de los lestrigones, cíclopes y del aireado Poseidón.

Espero que estos remedios le sirvan, como me sirvieron a mí en su oportunidad. Tal vez no espanten la tristeza, pero le ayudarán a hacerla llevadera; a domesticarla. Son tres diccionarios de sentimientos para esas emociones inaugurales de su corta vida, cartografías de un mundo que aún comienza a navegar. 

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Edición: Laura Espejo


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