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Urdinarrain o las ciudades pequeñas

Yo venía de cruzar calles. Así que crucé fronteras
Foto: Katia Rejón

No existe para mí la ciudad importante. Existe el hecho de esa comunicación con los demás. Bruno Gelber, pianista argentino.

Es otoño. Y aunque en mi lado del mundo mayo es otra forma de decir primavera, los árboles anaranjados de hojas crujientes en las calles anchas de esta ciudad no dejan dudas: es otoño. Cruzamos el río Paraná de Entre Ríos, una provincia de Argentina que colinda con Uruguay, forma parte de la región litoral del país sudamericano, y es donde está Urdinarrain, una ciudad pequeña, que alguna vez fue ferroviaria y equina.

Antes, en febrero de 2021, abrí un correo electrónico en mi casa de Mérida que daba la bienvenida a un boletín mensual llamado Interior Latam. Lo escribía Florencia Luján, una periodista argentina que vive en una ciudad de 10 mil personas llamada Urdinarrain. Ella describe su hogar como una provincia rica en diversidad cultural desde que se fundó en 1890 porque está poblada de familias italianas, españolas, alemanas, francesas, rusas, belgas, británicas, checas, eslovacas, irlandesas, polacas, siriolibanesas y judías. 

En un reportaje que escribió, y ganó el Premio Suramericano de Periodismo sobre Migración de la ONU, explicó cómo latinoamericanos se volvieron migrantes en esta pequeña ciudad argentina. Personas que habían elegido, antes que una capital, mudarse a una ciudad del interior a pesar de que la expectativa siempre es lo contrario. “Quienes nacimos en el mal llamado ‘interior del país’, no importa qué lugar de América Latina y el Caribe sea, crecemos con una voz que nos susurra al oído que en algún momento tendremos que emigrar en busca de más y mejores oportunidades”, decía ella. Y muchas personas que no vivimos en una ciudad capital del país nos sentimos acompañadas.

Los correos de Interior Latam llegaron a mi buzón, y al de otros cientos, cada último viernes del mes. En uno de los primeros, Flor escribió: Y claro, si te unes, te prometo un tour por Urdinarrain. Me uní y gracias a sus entregas conocí la historia del pueblo donde viven sólo dos personas, la picantería de Arequipa en Perú, y el Encuentro Nacional del Torbellino de Cundinamarca en Colombia, entre otras cosas. Me volví seguidora del proyecto, tanto que incluso compartí y apareció en Interior Latam la galería de fotos de la Barbie y su boda yucateca, el tianguis de San Roque y la historia de Chicán y su lengua de señas maya.

Las reflexiones de Flor y las historias de otras ciudades del interior me inspiraron. En ese tiempo yo estaba escribiendo la serie de columnas “Historias para tomar el fresco” para este mismo periódico. Otro correo suyo decía: A veces en lugar de fronteras hay que cruzar calles, no muchas, quizá una o dos, como mucho cuatro, para encontrar y contar estas historias.

Yo venía de cruzar calles. Así que crucé fronteras. Viajé a Argentina, pedí a Flor mi tour por Urdinarrain.

Cuando en Buenos Aires me preguntaban qué iba a visitar del país y les decía que Urdinarrain se quedaban callados o me preguntaban dónde estaba eso. Yo tampoco sabía exactamente. De hecho, tenía mi propia Urdinarrain (que para entonces pronunciaba mal, Urdinarrian), una versión confeccionada con mis limitadas referencias no sólo del lugar, sino de paisajes que no fueran los míos. Para imaginar algo hay que tener insumos, y yo tengo todavía muy pocos.

No era como lo imaginé. Era una ciudad amarilla, con escarpas anchas, casas hermosas y limpias, una alfombra de hojas ocres, la calle principal colmada de tiendas de ropa y una heladería, la heladería del pueblo (en Argentina compran kilos de helado para el postre). Pasamos las calles diciendo “chau” hasta a desconocidos, por mera educación, tras el contacto visual. 

Cuando llegamos a casa de sus papás, Sonia, la mamá de Flor, me tomó de las manos con cariño, como si me conociera de siempre. Me había preparado un cuarto, nunca le dije pero cuando me recomendó encender la estufa (la calefacción) yo no supe cómo. No hizo falta porque fue la casa más cálida en la que estuve nunca. Su papá, Gustavo, un excombatiente de las Malvinas, me llamó desde el principio hasta el final La Chaparrita.

Todo lo que no había hecho de mi check list de “Cosas por hacer en Argentina”, lo hice ahí: Comer asado, probar choripan, ir a un boliche (antro), hacer la previa (la vida nocturna argentina empieza después de la medianoche y “la previa” es lo opuesto, obvio, a un “after”). Baile música que no había escuchado antes y vi hombres de ojos oscuros y cejas tupidas, que por sus boinas y por los libros de Leila Guerriero, reconocí como gauchos.

Flor también tiene un proyecto llamado Un día en Urdinarrain y durante ese tour de dos días la vi trabajar al mismo tiempo que me paseaba. Hicimos lo que hacen las gurisas (una forma de decir amigas) todas las tardes y noches: salir en auto a dar vueltas mientras compartíamos una cerveza de litro envuelta en unicel. Con sus amigas almorzamos, conversamos, oímos música, tomamos mate. Conocí a la directora de cultura, Stella Okon, una pintora y admiradora de Frida Kahlo, y durante la comida el papá de Flor mencionó que quería presentarme al presidente municipal. Yo vivía en la nube, voladísima, cuando firmaba en el libro de visitas de uno de los dos museos y la encargada me dijo que era la primera visita internacional. 

Mientras estuve en Buenos Aires no dejaba de pensar lo mala turista que era. Pasé por el cementerio de Recoleta y decidí no entrar porque había mucha gente. Nunca fui a la Bombonera y cuando fui a Bariloche, me salté el tour del Museo del Chocolate, le dije a la barista que lo mío era más la práctica que la teoría y me quedé tomando y comiendo chocolate todo lo que duró el recorrido. 

Yo vengo de un lugar donde lo turístico es siempre lo menos interesante, entonces buscaba secretos.

La Casa Rosada es espectacular pero lo que más extraño de Buenos Aires es hablar con quien me rentaba el cuarto, Lucía, una profesora de filosofía que trabajaba hasta los días feriados y los domingos, y que hablaba con pasión sobre su trabajo en las villas. El último día que estuve ahí, me llevó a un concierto de música folclórica de Nadia Larcher. La última canción del homenaje a Chacho Muller fue “Las dos Juanas”. Una canción que será siempre mi recuerdo de Argentina, junto al perfil de Lucía coreando una pieza que hablaba de maestras como ella. El momento en el que Nadia Larcher agradece a todas las profesoras por su lucha no reconocida y ella asintiendo conmovida y agradecida. 

Todo esto para decir que se puede visitar un lugar que no tenga maravillas del mundo, ni grandes atracciones porque como dijo Bruno Gelber: No existe la ciudad importante, sólo el hecho de esa comunicación con los demás. 

Ay, pero cómo disfruté el museo de cosas pequeñas del señor Pesce, Museo Multitemático, cómo disfruté tomar con él unas cañas después de que me contara que tras la muerte de una persona cercana decidió encargarse de coleccionar cosas chiquitas: peines, tazas, cuadernos escolares, y también muebles que pertenecieron al peluquero o al farmacéutico. Cuando le mostré mi tatuaje, ese que dice: Lo pequeño es hermoso, me confesó que decidió hacer un museo de lo cotidiano y pequeño porque era más rápido y sencillo de restaurar, y el alivio después de reparar algo fue parte de su terapia.

Su museo era su terapia, la herencia de su familia, pero también un lugar que contaba Urdinarrain, un lugar al que iba la señora Sonia y que le gustaba porque veía las cosas que para ella tenían una historia, y era suya. Todo eso hacía que para mí los objetos tuvieran un valor incalculable: Amueblaban la memoria de la mujer que me había abierto las puertas de su casa.

Desde antes de Interior Latam algo me decía que las ciudades pequeñas guardan cosas que hace falta contar, y sentía el entusiasmo de compartir lo que pasa en la mía. Pero después de leer las casi 20 entregas mensuales de Flor supe que también quería conocer esas otras realidades que se esconden en el mapa protagonizado por nombres conocidos. Entonces diré que crucé varias fronteras, y vi los Andes desde el cielo, comí en un bodegón con amigos porteños, pero conocí Argentina desde muy adentro en Urdinarrain. 

[email protected] 

Edición: Ana Ordaz


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