Pequeño diccionario de verano [en construcción]

Pasé una semana sin bañarme en la casa de los Cárdenas; si yo estaba cerca, la brisa olía a rancio. Cambranis me pegó en el rostro y me rompió el labio. Mi abuela dijo que tenía ojos de perro triste –aunque me fue mejor que a mis otros primos: el de nariz de camote, el de la boca de chacleta…--. Sin embargo, esos son algunos de los mejores recuerdos que tengo de la infancia, que ahora afloran como un esbozo de diccionario:

Amanecer. Salida del sol, alba. Un mito que se descubre en la juventud, que avisa el momento de irse a la hamaca. Años después, es una de las horas preferidas de los adultos, de total silencio, con un mar conjurado en esa calma. Un baño a esa hora, dicen, es como recargar baterías: una dosis que dura hasta el atardecer. 

Atardecer. Explosión de colores: suave sinfonía de brisa y olas. El horizonte hierve mientras el aire te acaricia. Para muchas familias, el ocaso es como una liturgia en la que se dicen todo sin mediar palabra; basta con estar juntos. Se disfruta de muchas maneras, como el ron: unos rezan, otros esperan la irrupción de un rayo verde, que, por cierto, nunca he visto pero que seguiré intentando ver. En los últimos años, los veraneantes toman fotos, y al compartirlas en sus redes sociales especifican que las imágenes “no tienen filtro”. Y así es. 

Calamarear. Pesca de calamar, que se realiza en las noches. Este molusco es atraído por linternas, que alumbran como rayos la negrura del océano. Mi primera calamareada fue con mi tío Pedro, hace cuarenta años. Fue una experiencia inolvidable, ya que todos los demás niños inventaron excusas para no ir, menos yo, que estaba aterrado. Siendo apenas un cachorro, me sentí un lobo de mar. Nunca me he sentido tan valiente, aunque no haya pescado nada. 

Calzonera. Traje de baño para varón; por lo general holgado, de corte amplio, con lo que se diferencia de los otros trajes de baño masculinos conocidos por los antiguos como espidos. Hay lisos o estampados; los más atrevidos optan por animal print, recibiendo estas prendas el nombre de “tarzaneras”. 

Castillos de arena. Pequeñas, efímeras edificaciones realizadas a la orilla del mar. Mis primos Gunnar y Walter hacían unas edificaciones espectaculares: un día, construyeron una réplica del Castillo de Chichén Itzá. En mis ojos de niño, más bonita incluso que la original. En un arrebato de envidia, no soporté tanta belleza y lo destruí caminando sobre ella; un godzilla de cinco años en calzonera roja. Aún no me lo perdonan. Hay niños y niñas sin asco que llenan los castillos con lánguidos gusanos. 

Chaquiste. Insecto diminuto que aparece en nubes, incordiando. La picada del chaquiste duele menos que la de un mosquito, y muchísimo, muchísimo menos que la de un tábano. 

Coco. Materia prima de infinidad de dulces que sólo se pueden saborear en la playa. En la ciudad, y preparados con higiene, no saben igual. 

Copa de nada. Bebida iniciática, especie de hidromiel que representaba una nueva etapa en la vida. Al igual que esos brebajes míticos, éste ocasionaba alucinaciones y pérdidas de la memoria. Tuve la fortuna de tener la mejor compañía para este trance: mi hermano. La probé en mi primera incursión a ese valhalla conocido como Bim Bom Beach, con la canción A little respect, de Erasure, de fondo. No lo volvería a hacer. 

Feria. Espacio de esparcimiento, ubicado en las plazas principales de las poblaciones costeras. Cuenta con juegos mecánicos y estafadores. Antes, las amenidades eran más refinadas, como las carreras de curís, roedores también conocidos como cuyos o cobayas. Aunque no se especifica, algunos juegos mecánicos requieren vacuna contra tétanos. No me acuerdo cómo se llamaba, pero coincidí con él hace muchas temporadas; fue cuando fumé por primera vez: llegaron nuestras mamás y a todos nos descubrieron con los cigarros, menos a él, quien negó haber fumado. Horas después, y tras quince vueltas en las tazas locas, vomitó y supimos que se había tragado la colilla para evitar el regaña. 

Playear. Caminar en la orilla del mar para recoger conchas y caminar por las murallitas de arena que se forman en el oleaje para derrumbarlas. 

Huech. Especie de cangrejo en peligro de extinción. Era, hasta hace unos años, omnipresente en las costas yucatecas, hasta que por diversos motivos desapareció. Sólo he conocido a alguien que se haya alimentado de este animal: mi primo Pedro, quien, invitado una temporada a la casa de una familia sumamente ahorradora, saciaba su hambre con estos animales. Con este nombre también se le conoce a los armadillos, y no hay que confundirlo con el sustantivo huach. 

Jaiba. Crustáceo que sale a pasear en las noches, mientras hordas de niños lo persiguen, con poco éxito. Si lo logran, estarán en una cubeta un tiempo, para después ser regresadas al mar. Más de uno de estos niños regresa a su casa, con los ojos llorosos, pellizcado por las tenazas. Pedro también probó varias jaibas en ese verano famélico. 

Viuda. Juego de cartas, con cimientos en el póquer. Los jugadores van formando pares, tercios, fúles, corridas y pócars, con las cartas que otros van desechando. Pierde el que se queda sin fichas, la viuda incluida. Mi abuela era una gran jugadora de viuda, y nos reprendía a mis primos a mí, cuando con la mirada nos pedíamos un siete o un as. “En Las Vegas ya les hubieran cortado las manos”, nos advertía. Ya adulto, repetí esa amenaza a un niño, quien me acusó con su madre. 

Temporada. Periodo en que la gente se va a la playa. Antes, comprendía todas las vacaciones de verano: dos meses. Terminando las clases en junio, los padres recogían a los niños en las escuelas y se iban directamente a la playa. Cuando las vacaciones se acortaron fue tal el enojo social que el entonces líder de los comerciantes, José Manuel López Campos, consideró como prioridad en la agenda del gremio abogar por ese tiempo robado. No lo logró, pero su cruzada no será olvidada. 

Cada diccionario es único, como única la experiencia en la playa. Te invito a compartir las palabras que han definido tu memoria y tus veranos.

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Edición: Estefanía Cardeña