Los muertos que no (se) fueron. Diversidad cultural y derecho al duelo

Julián Dzul Nah y Abrahan Collí Tun

Dicen los deudos de Francisco que es “como si no se hubiera ido”. Él los visita en sueños; ellos lo evocan a diario, refiriéndole como si aún viviera. De improviso, hacen consciente la realidad de su muerte y asoma el dolor por su ausencia. Afirman entonces que es por no haber visto sus restos mortales ni despedirse de él.

El contexto de las restricciones por el Covid-19 en Yucatán —especialmente las vigentes en 2020, dictadas por autoridades institucionales— agudizó el dolor e incertidumbre ante la perdida de seres queridos. La familia de Francisco no vio su cuerpo fallecido; a su comunidad, que tanto le quería, se le impidió reunirse para honrarle por última vez. Esto fue compartido en diferentes localidades de la Península de Yucatán, entre familias mayas que perdieron miembros en el clímax restrictivo, privadas de desplegar los complejos ceremoniales fúnebres que acompañan la partida de quien fallece, y que arropan comunitariamente a quienes se quedan.

Las instituciones sanitarias devolvían los restos mortales de fenecidos en sus salas por Covid-19, a sus familias, en cajas selladas o cenizas. Todo rito funerario, aún sencillo, fue vedado. El pueblo maya no acostumbra a cremar ni sepultar a ciegas a los suyos, sin previa honra comunitaria y rezos de rigor. Esto detonó serias interrogantes no solamente con respecto del manejo de los restos, sino del estado postrero de los fallecidos. Aquellos son, en varios casos del pueblo maya, muertos que no fueron tales, quedados en el limen sutil entre uno y otro mundo, como Francisco. De ahí que no pocos decidieran pasar la enfermedad o incluso fallecer en el abrigo de su familia nuclear, y no en el frío e impersonal en torno de una clínica, imposibilitados de ver a los parientes, como sucedió por las mismas restricciones.

La premura, el desconocimiento, la ejecución homogénea, y la falta de pertinencia cultural de las directrices sanitarias devino en un entorno lesivo para los mayas peninsulares al contravenir, entre otras garantías, al derecho a la identidad cultural y sus distintos modos de expresión, especialmente en un pueblo históricamente vulnerado. En la Península, los protocolos sanitarios no consideraron particulares y diversas concepciones sobre la vida, la enfermedad, la corporalidad y sus componentes como primer territorio, el cuidado y la agonía, la muerte, el mundo postrero y el tránsito hacia él, que operan en el pueblo maya.

Es necesario tomar con seriedad modos culturalmente diversos de vivir, pensar, afrontar la muerte, consolar, sanar, acompañar y abrazar el dolor, para así proponer alternativas protocolarias y políticas que respeten formas distintas de afrontar la muerte. Para avanzar en la construcción de políticas interculturales y sana gobernanza, es imprescindible tomar en serio la diversidad, y no reducir los complejos sistemas de creencias de los pueblos amerindios como aspectos secundarios de sus formas de vida. Urge dejar de atender estas formas como “usos y costumbres”, y tomarlas como posiciones políticas y ponderables sobre el modo en que diferentes grupos humanos conciben su mundo. Debe resaltarse la experiencia y capacidad de diferentes grupos indígenas y religiosos para sortear restricciones en torno a sus prácticas funerarias. Esto no es un argumento local, sino que se ha visto en otras latitudes, como Paulo Ilich Bacca y su equipo han hecho en el caso colombiano (2021). Es el momento de proponer y rediseñar protocolos sanitarios con perspectiva intercultural.

Hoy —a poco más de dos años—, muchas familias se reúnen en los aniversarios luctuosos, congregan a amistades y vecinos, disponen altares con flores y velas, se reza y reparte comida. El acompañamiento y consuelo llegaron, aunque tardíos. En memoria de las víctimas de la pandemia, se recuerda todo lo ocurrido en estos tiempos que, para varios mayas, forman parte de un tiempo en una serie de ciclos aciagos que, se espera, acaben pronto. 

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Edición: Estefanía Cardeña