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La trági(mági)ca historia de Marbella, la mujer lagarto

Lo que comenzó como una brisa en la sacristía pronto se tornó en tornado, en temporal
Foto: Israel Mijares

Era una niña normal: con dos piernas y dos brazos, con pies y manos, todos con cinco dedos; ni uno más, ni uno menos. Tenía la nariz respingada, que olía hasta las alegrías y los temores de sus padres, y una risa que florecía incluso en otoño. Nació con la melena rizada, rebelde, atizada por tres remolinos. Esa mata indomable fue lo único raro que inventarió la partera: Es una niña sana y bella, concluyó, después de examinarla a conciencia. 

Aprendió a caminar muy chica, aunque lo de hablar nunca se le dio muy bien: se limitaba a emitir sonidos guturales, que salían de las cavernas de su esófago, muy parecidos a los de las bestias que cercaban la pequeña población en la marisma en la que vivía con sus padres y sus hermanos. Para pedir comida, maullaba, mientras que, en las noches, para adormecerse, se limitaba a ulular. 

Sus padres, ensimismados en la tristeza del día a día, capitularon en sus empeños por hacerla hablar, sobre todo cuando vieron que la niña había ya aprendido a leer, incluso sin haber recibido lección alguna. Es lista, resolvieron. A lo mejor, sólo es huevona. Y así, el pueblo entero comenzó también a comunicarse con ella, como el panadero, quien le decía cuánto costaban las conchas con ladridos agudos y cortos. 

A los ocho años, una extraña costra le cubrió primero los pies y las pantorrillas. Su madre se las talló con el estropajo más duro que pudo encontrar, y logró arrancarle esas inéditas escamas, dejando la piel de la niña reluciente de sangre. A los seis meses, cuando esas costras volvieron a germinar, su madre replicó la dosis, pero luego el florecimiento de ese cochambre se fue acortando. 

Marbella, chingada chiquita, deja de meterte en el pantano, repetía la madre mientras lijaba el cuerpo de la niña, pues, para entonces, esas escamas ya habían invadido toda su geografía corporal, con excepción del rostro. La niña lloraba en cada sádica sesión; aullaba y gemía, chillaba y berreaba. Después de batallar con esa dermis de saurio, la madre acudía con el santero, en busca de una explicación. 

Mientras el anciano yerbero consultaba con las arañas y los alacranes de su delirium tremens, el pueblo diagnosticó una maldición, que se remontaba a pecados ya olvidados de los abuelos paternos de la niña, a quienes se le señalaba como gitanos por sus extraños ojos verdes. Llegaron una noche, ofreciendo leernos el futuro, y a pesar de no ser bienvenidos, se quedaron aquí, creyendo que pasarían desapercibidos; creyendo que eran iguales a nosotros. Pero no lo eran. Pero no lo son. 

Y lo que comenzó como una brisa en la sacristía pronto se tornó en tornado, en temporal, inundando a toda la comunidad. Envenenada por el miedo, y ante el peligro que esas escamas fueran contagiosas, como el runrún que engendró la maldición, la niña y su familia fueron desterradas al silencio. En la linde del pueblo, en lo que había sido un leprosario, vivieron los siguientes años. 

Para entonces, la madre había claudicado, de nuevo, dejando que las costras que parapetaban el cuerpo de su hija se solidificaran, al grado que incluso le costaba ya moverse; entre escama y escama, hacía erupción un musgo brillante; pequeñas aves se posaban en ella en las mañanas, en busca de gusanos en las grietas de su nueva piel. La niña era ya una jovencita, cuya risa seguía espantando a las garzas, risa, que, sin embargo, brotaba cada vez menos, lastrada por la tristeza de sus padres y hermanos. Una tristeza que también germinó entre sus escamas.

Una noche, Marbella se aventuró al pantano para aprender el difícil arte de croar, el único que aún no dominaba. En la cobija de unos juncos, vio pasar una caravana que navegaba los senderos con indolente indiferencia. La vio detenerse, y vio a un grupo de hombres y mujeres, desde ancianos hasta recién nacidos, acampar y erigir una tronante aldea. Todavía arropada por las yerbas, los escuchó toda la noche. Y quedó hechizada. Aún no comprende si fueron sus rostros alegres, si fue la luna, si fue la hoguera, si fueron las historias que hacían bailar chispas con luciérnagas. 

Supo que eran gitanos, y que nada los ataba a la tierra; seres ingrávidos, trashumantes, que miden su vida no por los años sino por las suelas que desgastan: Aquí yace Sinaí, rey de los rom, quien nos abandonó después de mil y una suelas de sus zapatos. Sin dudarlo, Marbella se escabulló y se metió, de polizón, en el último carromato de la caravana, en donde estaban los animales: un chivo de seis cuernos, una gallina con pelos, un gallo que caminaba como pingüino; maravillada en un gabinete de maravillas.

A los dos días de aquella travesía, un par de ojos dolorosamente verdes se fijaron en ella, y la encontraron fabulosa, extraordinaria. Corriendo, fue a avisarle a los demás, que igual quedaron encantados por esa belleza de melena indómita y relucientes escamas. Una mujer vestida con un huracán tintineante de yenes, rupias, liras y rublos la invitó a salir del carro, y le dio agua y comida. Después, domó su melena con un peine de oro y nácar. La adopción concluyó cuando le lustró las escamas con aceite de rosas. La sonrisa de Marbella regresó. 

Cuando te encuentres a Marbella, la mujer lagarto, presa entre reflectores cegadores y una alegre melancolía que escapa de los barrotes y se impregna en el alma, no te creas las versiones esas que dicen que sólo es un truco barato, una simple ilusión: que es una mujer normal en un burdo montaje que incluye el cuerpo disecado de un caimán. No. La historia que acabo de narrar es la verdadera. O eso me gustaría creer, luego que estos años me arrancaran la magia y el asombro, viudo de fantasía, y me dejaran desnudo, sólo con el lastre de la certeza que todo el mundo miente. 


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Lea, del mismo autor: El fuego es más imponente en la oscuridad


Edición: Estefanía Cardeña


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