Dios es bueno: lo sabemos porque únicamente se aburre de nosotros cuando insistimos en atribuirle afirmaciones que Él nunca ha hecho, sin tomarnos a mal esa insolencia. Esta presunción es verosímil, a partir de una consideración que aparece como lógicamente necesaria: Dios es mudo.
Su mutismo, sin embargo, sólo obedece al hecho de que en Él todo es silencio e interioridad, lo que nos permite inferir que Dios no tiene nada que decir y por ello no necesita reivindicar Su derecho a las palabras.
Dios sólo nos pensó, desde Su silencio limpio, y así aparecieron el tigre y su sigilo verde, la hormiga y su multitudinaria voracidad, la araña con sus babas de nostalgia, la sarcástica hiena y los hombres, las mujeres, las estrellas, los ensueños y la música.
Dios es bueno porque no deja de pensarnos, sobre todo los domingos por la mañana cuando el tedio parece espesar entre sus sienes: entonces Dios se refugia en un rincón del universo y se reconforta leyendo a Marx y escuchando tangos.
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