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Mi entrenador de fut fue Luis Miguel

Ahí vamos, esperando que la vida nos tire de nuevo una pelota para reventarla hasta la portería
Foto: Pablo Cicero

En el génesis, la liga era la de las “semillitas”, y la integraban niños que ya comenzaban a encontrarle sentido al juego y no se distraían con los bichos que hallaban en el césped; yo era uno de ellos. Nos entrenaban Ricardo Rosado y Juan Carlos Lara, quienes se esforzaban por domar la anárquica turbonada de veintidós chavitos pastoreados por un balón. 

Yo no era muy bueno, o eso creía. Pero ese domingo desperté con piernas de dinamita. Jugaba de defensa central, y a los primeros minutos del partido me llegó una pelota como puesta a propósito, y la pateé tan duro como pude. La fortuna pertenece a los audaces, hubiera sido una muy buena frase para la ocasión, pero creo que no dije —ni pensé— en nada: mi cerebro estaba en el empeine.

El tiempo se hizo espeso: un grumo de escasos segundos; en cámara lenta, mis compañeros, que primero me reclamaron por qué no les había pasado el balón, se callaron y vieron la trayectoria del disparo, que pasó cerquita de la portería rival, acariciándola. Todos los ojos, los de mis compañeros y los de los rivales, fueron del cielo a mis piernas, que aún sacaban humo. 

No podían comprender de dónde había salido ese fulminante tiro, ese bazucazo que enmudeció al campo y las gradas: pólvora pura. El silencio se rompió por unos aplausos solitarios, que después se fueron multiplicando. Estuve a punto de meter un gol, pensé, igual de estupefacto que los demás. Pasó rozando la bala. 

Hay días en que las oportunidades están al dos por uno, en que el azar despilfarra buena suerte, y varios minutos después me llegó otra pelota como puesta a propósito —o tal vez sí puesta a propósito—. A veces, sólo a veces, Dios juega en tu equipo. Como la primera vez, sólo que ahora con la puntería ya afinada, disparé y esta vez sí metí gol; mi primer y mi único gol en la vida. 

Todos mis compañeros, incluso los que estaban en la banca, corrieron a felicitarme, como si por ese gol hubiésemos ganado el torneo; el festejo duró tanto tiempo que el árbitro tuvo que separarnos; estábamos fundidos; un nudo emocionado de pigmeos. No recuerdo qué pasó después, si ganamos o perdimos. 

No recuerdo, incluso, cuándo dejé de jugar fut, ya que, en mis recuerdos, de repente estoy lanzando pelotas a una canasta en lugar de patearlas a una portería. El único recuerdo que tengo del fútbol de mi infancia es cuando metí ese imposible gol de tres cuartos de cancha. 

Y recuerdo también cuando mi hermano, en una final de Pumas, brincó y se rompió el brazo con el abanico del techo cuando el Tuca Ferretti torpedeó una barrera y metió otro imposible tanto. Esa imagen es imposible de olvidar, ya que, a pesar del dolor, mi hermano sonreía, tirado en el piso: reía y lloraba al mismo tiempo. 

Pasaron los años, y el instante del gol —de mi gol, no el de Tuca— me asaltaba de vez en cuando, recordándome que, incluso no siendo un crack, puedes convertirte en un héroe, a lo Bowie; ser un efímero Ferretti. Sin embargo, hace pocos años coincidí con uno de mis entrenadores de entonces, Juan Carlos Lara, en casa de mi hermano. 

No sé si recordaba ese gol, pero sí los años en los que entrenó a esa marabunta, a veces azul, a veces roja, con retazos de buenos momentos que sin lugar a dudas incluían anécdotas protagonizadas por varios de sus jugadores. Para nosotros, su equipo, era difícil olvidarnos de él, ya que se parecía a Luis Miguel. 

Los años han sido benévolos para todos, excepto para el cantante. Ahí vamos, mi hermano, mi entrenador y yo, tirando, y esperando que la vida nos guiñe el ojo y nos tire de nuevo una pelota para reventarla hasta la portería o a otra galaxia. Y todo esto me sirve de antídoto cuando, en ataques de mal humor, me pregunto por qué el fútbol levanta tanta pasión, a quién le importa el Mundial. No se trata sólo de un juego; te lo digo yo, que sólo metí un gol en mi vida.

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Lea, del mismo autor: Formas de conjurar la tormenta


Edición: Estefanía Cardeña


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