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Formas de conjurar la tormenta

Chinkilá está como a 45 km de Mérida, pero como a dos décadas en el pasado
Foto: Pablo Cicero

Chinkilá está como a 45 kilómetros de Mérida, pero como a dos décadas en el pasado; para que el celular capte señal hay que subir al punto más alto de la comisaría, y rezar. Sólo así. Es parte del municipio de Tecoh y, según el último censo, tiene 298 habitantes.

En 2014 se formó una cooperativa y se creó un pequeño parador para recibir a los visitantes del cenote Kampepén, al que se entra por medio de una escalera que baja doce metros. El parador igual tiene área para acampar, una palapa para comer y tirolesa. 

De los treinta fundadores de la cooperativa, sólo quedan ocho: unos desistieron porque el empeño no fue rentable, otros porque no les dio la vida para esperar que lo fuera. Uno de los que mantiene vivo el sueño de la comunidad es Alonso. 

Él y cinco mujeres son los anfitriones de este esfuerzo moribundo, y su trabajo en ocasiones sólo se traduce en unos cien, doscientos pesos a la quincena. Sin embargo, ahí siguen, a la espera que uno de los secretos mejor guardados se dé a conocer. 

Y es que el cenote Kampepén es único: La profundidad del espejo de agua en su parte más baja es de cuatro metros y, en la más profunda, de veinte metros. Puedes llegar y entrar al xibalbá directamente, o caminar por la zona, guiado por Alonso. 

Hace unos días, con un grupo de senderistas, el cooperativista abrió una brecha hacia una hondonada, en la que se encuentra una lengua de agua en la que sacian su sed animales y espíritus; el clima en el cráter es, a la vez, agobiante y liberador. 

En el camino hay antiguos arcos conquistados por madreselvas, albarradas sostenidas por raíces, puentes anudados por ramas que ni los filos de los machetes pudieron romper. Si Chinkilá está a dos décadas en el pasado, el periplo a Kampepén te remonta a aquella época en la que las cosas no tenían nombre y para nombrarlas había que señalarlas. Una eternidad efímera, pues igual te recuerda, en el rocío atrapado en porosas hojas, la llovizna del amanecer. 

Alonso, a pesar de sus años, guía a los senderistas con la misma agilidad de cuando era niño y se aventuraba al monte para beber en esa misma hondonada; confiando en la memoria de las plantas de sus pies, acompaña a los visitantes, resistiéndose a claudicar cerrando el parador. 

Cada quien faena su propia tormenta, y aunque la de Alonso ya tiene nombre, no es muy distinta de las demás. Un desasosiego creciente, que toma forma; un malestar domado, de forma temporal, por opios de Qatar o serotoninas de Buen Fin; válvulas para un resentimiento que por el momento sólo se susurra o se platica con la mirada.

Mientras nuestro temporal toma forma, visitemos Chinkilá y démosle provecho a Alonso y a sus compañeros cooperativistas, que lo necesitan en estos momentos. Tal vez lo único que necesitemos para conjurar la amenaza sea desconectarnos un poco y bañarnos en Kampepén. 


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Lea, del mismo autor: La trági(mági)ca historia de Marbella, la mujer lagarto

 

Edición: Estefanía Cardeña


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