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Negacionismo en los hechos

¿Cómo esperan nuestros gobiernos encarar la crisis climática?
Foto: Raúl Angulo Hernández

Ha terminado otra Conferencia de las Partes acerca del cambio climático, sin que el mundo tenga todavía un camino claro para encarar los retos que significa detener el incremento de la temperatura global en más de 1.5° centígrados, y dotar a la humanidad de medidas apropiadas para adaptarse a las nuevas circunstancias que aparecen en el planeta. Obcecados, seguimos apostando por el crecimiento de cada nación, la generación de energía a partir del uso de combustibles fósiles, la extracción de recursos naturales como si se tratase de un universo ilimitado, la erosión de la biodiversidad en aras de la producción masiva de unas cuantas especies “alimentarias”, que son más bien generadoras de dinero y desigualdad, y la guerra como herramienta política y económica, sin que importe el costo en vidas humanas y en la calidad de vida de quienes logran sobrevivirla.

Quien más, quien menos, todos los representantes de los países participantes en la COP en Egipto dijeron en tonos diversos que se encuentran preocupadísimos por el panorama que presenta la crisis climática. Pero esta preocupación se refleja en todo menos en los hechos. Lo cierto es que – con sus matices culturales y rasgos nacionalistas – los procesos de desarrollo continúan estando más orientados al crecimiento de las economías, en términos de poder reportar cada vez cifras mayores en los índices convencionales, como el producto interno bruto, sin considerar los efectos que esto pueda tener sobre las condiciones del medio ambiente, la conservación de la biodiversidad remanente, la sustentabilidad vista sobre todo desde el punto de vista de la solidaridad intergeneracional, y desde luego, la equidad y la justicia. Sé que son términos tan manidos que casi han perdido su significado, pues los usamos indistintamente desde diferentes visiones del mundo, pero no conozco otros.

Podrían derramarse ríos de tinta tratando de explicar los efectos de la guerra absurda entre Rusia y Ucrania sobre el cambio climático global, las relaciones entre éste, la pérdida de la biodiversidad, y la emergencia eventual de nuevas amenazas a la salud pública, iguales o perores que la Covid-19, o la viruela del mono, o sobre la relación entre la crisis climática y las tragedias humanitarias de las migraciones masivas. Pero estos párrafos apenas me permitirán esbozar algunas ideas sobre lo que acontece localmente en la península de Yucatán, centrando la atención no solamente en lo que conocemos de primera mano quienes la habitamos, sino en el paisaje en cuya formación nuestras decisiones y acciones pueden incidir.

La península de Yucatán, junto con una importante porción del estado de Chiapas, aloja la contribución mexicana que, unida a Belice, Guatemala y parte de Honduras, conforma la masa continua de bosques tropicales más importante del continente americano; después, claro está, de la selva amazónica. Esta región, que solemos denominar la selva Maya, debiera ser considerada por los estados donde se encuentra, como un patrimonio fundamental que ofrecemos al mundo como un importante sumidero de carbono, que puede contribuir de manera significativa a abatir la cantidad de CO2 en la atmósfera, y ayudar así a frenar el incremento de la temperatura global. Pero la apuesta de nuestros gobiernos es otra: hay que incorporar las áreas selváticas a los procesos convencionales del desarrollo económico, construyendo infraestructura, como el tren maya; o cambiando el uso del suelo para incorporarlo a la producción agropecuaria, a través de programas como sembrando vida, o los subsidios y apoyos a la producción de monocultivos y ganado. Todos los años perdemos centenares de hectáreas de selva maya, pero los “tomadores de decisiones” se llenan la boca de decir que es importantísimo conservarla.

El manejo de las áreas naturales protegidas ya existentes, y la implementación eficaz de acciones de desarrollo rural bajo en emisiones, como las contempladas en las estrategias estatales de reducción de emisiones por degradación y deforestación (las famosas estrategias REDD+), son quizá las dos herramientas de política pública más formidables con las que cuentan los gobiernos federales y estatales para incrementar la capacidad de nuestros territorios para capturar carbono atmosférico. Pero los presupuestos destinados a estos objetivos se reducen año con año. Otra vez, la distancia entre el contenido de los discursos, y el presupuesto asignado para ejecutar acciones concretas, es abismal.

¿Cómo esperan nuestros gobiernos encarar la crisis climática – que todos estamos de acuerdo que está aquí definitivamente – sin asignar recursos para hacerlo? ¿A base de nuevas refinerías y de buscar el incremento de los volúmenes de petróleo extraído? ¿Construyendo más y mayores aeropuertos? ¿Invirtiendo en infraestructura, y estimulando la inversión en la industria de transformación y en la industria turística? ¿Regularizando chatarra ilegal para incrementar la capacidad oficial de recaudación? Nada me convence de que este camino es, en realidad, negar la existencia de una crisis climática, que puede terminar por llevarnos a la extinción.

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Lea, del mismo autor: La milpa maya ya es parte del SIPAM

 

Edición: Estefanía Cardeña


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