Además de desempolvar el álbum navideño de Luis Miguel o de escuchar la voz de Michael Bublé a donde sea que uno va, en estas épocas se dan una serie de dinámicas muy peculiares que se constelan en algo que me gusta llamar “la barbarie navideña”. Así que aprovechando la ocasión, voy a compartir sobre eso en las siguientes líneas.
Iniciemos observando la exaltación del concepto de unión familiar - marca registrada. Empieza con el bombardeo de los nacimientos, esos figurines de familias cis / hetero / religiosas; del marketing recargado de imágenes y videos que giran en torno a pasar una suntuosa y cálida cena en familia y de darle regalos a todxs por el simple hecho de respirar en este planeta.
Se reúnen en una misma mesa los familiares que el resto del año no se dirigen la palabra, que a escondidas -o a sabiendas- se aborrecen o con quien no se tiene un vínculo más allá del apellido. En esa reunión lo que va de un lado de la mesa a otro, además de los romeritos y el pavo, son las preguntas incómodas que pretenden romper el hielo glacial del resto del año.
Pero lo que me parece más peculiar es que es una noche para olvidar los comentarios de aquella tía homofóbica y sentarse junto a ella a comer bacalao. O perdonarle al tío machista todos sus comportamientos y regalarle un par de calcetines en el intercambio por la simple suerte de que tocó su nombre. O de olvidar las violencias sistémicas y traumas perpetrados entre familiares, sólo por la magia de la navidad - marca registrada.
Girando un poco la mirada, por otro lado tenemos a un grupo de personas que año tras año y casi siempre de forma silenciosa, viven estas fechas como un recordatorio de que familia no es sinónimo de lugar seguro. Diciembre se vuelve especialmente difícil para aquellas personas que por decisión, por supervivencia o por discriminación viven alejadas de sus familiares sanguíneos.
Sobrevivir al marketing navideño y a la presión de pasar los días en esa casa familiar en ocasiones es verdaderamente doloroso. Porque, por si fuera poco, existe también una especie de culpa o señalamiento por elegir no participar del ritual.
Vamos… con esto no quiero decir que haya un problema con la época en sí misma o con el acto de reunirse con la familia. No se trata de eliminar la celebración muy al estilo del Grinch, o de hacer un juicio a priori de que todas las familias caben en ese saco. Pongo el acento en el hecho de que para algunas personas acercarse a sus familiares en estas épocas es un acto de verdadero valor y lo sabe bien quien lo ha experimentado en la propia piel.
A veces requiere elegir vestirse distinto para no recibir comentarios discriminantes o inquisitorios; en otros casos implica presentar como “amigx” a quien en realidad es tu pareja, aunque muchas veces ni siquiera es posible mencionar su existencia. En casos más complejos, representa sentarse a la mesa con alguien que fue… o es un agresor directo. Pero casi nadie habla de eso o los privilegios nos impiden tan siquiera imaginarlo.
Decidir no pasar las fechas con la familia es muy válido y en la mayoría de las ocasiones, es una decisión que privilegia el autocuidado y el amor propio. Pero es una resistencia que pesa y duele. Aunque es un momento bello para celebrar a las redes de apoyo o rodearse con quienes solemos llamar la “familia elegida”, si miramos con un poco de realismo las cosas es una época que remarca discursos hegemónicos de los que es bien complicado zafarse. Porque implica romper la burbuja del ideal familiar, del ideal de pareja y, puntualmente, del ideal de los elementos que giran en torno a la navidad.
Así que acotar el concepto de “barbarie decembrina” lo dejo al criterio y gusto de quien termina esta lectura.
Lee, de la autoría de Efjan: Julissa, en los márgenes de la vida
Edición: Laura Espejo
Jueza adscrita al penal estatal de Chalco amplió a octubre la etapa del cierre de investigación
La Jornada
Unos 3 mil productores serán beneficiados con sistemas modernos y eficientes
La Jornada Maya
Robert De Niro recibirá una Palma de Oro honorífica en el evento
Ap / Afp
Amenazó con suspender bienes y salarios a los más de 10 millones de indocumentados
La Jornada