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Las feromonas y el origen de los campos de flores amarillas

Sin explicación lógica, hace poco crecieron de la nada por la Nora Quintana
Foto: Wikimedia Commons

En un terreno baldío de Cholul crecen unas extrañas, bellas florecitas amarillas: un mar mínimo, de diminutos soles; un campo de minas haciendo explosión. Aunque son silvestres, esas flores sólo han brotado ahí. La gente a la que le pregunté no recuerda desde cuándo ese espacio de tierra se colorea con ese característico amarillo, que sólo se puede comparar con los tonos atómicos de los pintores flamencos; siempre han estado ahí, me aseguraron. Sin embargo, hace unos dos meses igual brotó un bosquecillo de flores similar por la Nora Quintana. 

Sin una explicación lógica, esas flores, únicas hasta hace poco, irrumpieron en el paisaje de otra zona, muy lejos de su génesis. Muy poca gente se ha dado cuenta, inmunes aún a esa sinfonía de amarillos; miopes, rehenes de las preocupaciones que pastorean sus horas. La respuesta más sencilla sería que brotaron por generación espontánea, como pequeños diosesillos griegos; mitológicos frutos de un gatillazo de Zeus. Pero la naturaleza no deja nada al azar, sólo algunos enamoramientos que se escapan de su plan y, paradójicamente, lo perfeccionan. 

“Fue entonces cuando cayó en la cuenta de las mariposas amarillas que precedían las apariciones de Mauricio Babilonia. Las había visto antes, sobre todo en el taller de mecánica, y había pensado que estaban fascinadas por el olor de la pintura. Alguna vez las había sentido revoloteando sobre su cabeza en la penumbra del cine.” 

En una entrevista publicada en 2020, el entomólogo colombiano Aristóbulo López Ávila le arrebató algo de magia al realismo de su compatriota Gabriel García Márquez. Al explicar el fenómeno que rodeaba a Babilonia, personaje de Cien años de soledad al que revolotean mariposas, Aristóbulo sentenció que estaba impregnado de feromonas. El científico recordó que estas moléculas químicas fueron descubiertas en el siglo XIX por el naturalista francés Jean Henri Fabre. 

“Las feromonas son un atrayente sexual de los insectos que hacen que el individuo que las expele, que las produce, atraiga a los individuos del sexo opuesto. Seguramente en esa época Mauricio Babilonia ya tenía la feromona de los piéridos, que son las mariposas amarillas”, explicó el investigador, PhD en Entomología y Control Biológico de la Universidad de Londres. Y conjuró así el hechizo. Aún así, las mariposas siguen aleteando, en las tripas, cada vez que leemos esos fragmentos de García Márquez.

Se llama Juan Martínez, y todos los días sale de su casa al amanecer; vive en Cholul, y trabaja en un taller de la Nora Quintana. Tiene 29 años, y está soltero: nunca se le ha conocido novia o novio. Sin embargo, su cuerpo es una máquina de producción de feromonas; un prodigio de la naturaleza, tan extraño o particular como un tulipán negro: una singularidad. Pero él no lo sabe, y lo más seguro es que muera sin saberlo, a pesar desde que su madre fue dada de alta luego de dar a luz, un racimo de mariposas la envolvió.

Hasta hace unos meses, para ir al trabajo Juan tenía que tomar un camión al Centro y luego otro a la Nora Quintana. Ya no: una nueva ruta directa lo lleva de su casa al trabajo, y del trabajo a su casa. Siempre que aborda el autobús, tres, cuatro polizones lo acompañan; uno se posa en su hombro todo el camino, y los demás navegan con sus alas de papel el vehículo; ese bivaque va bañando con su polvo de hadas a los demás pasajeros, adormecidos con el suave vaivén. 

Fue Esperanza Romero la primera que se dio cuenta de las mariposas que viajaban, invariablemente, en esa ruta. Ella vive en Los Héroes, y varios días a la semana va a la Jacinto Canek, a un comercio de esa avenida, donde ayuda a llevar la contabilidad. Sólo en ese trayecto —y muy en la mañana— veía los pequeños manojos amarillos flotando sobre los asientos de los pasajeros. Y veía la espalda de Juan, con una mariposa en su hombro. Fue así como se enamoró. Pero, claro, él no lo sabe, y lo más seguro es que muera sin saberlo. 

A Esperanza no le importa: le basta disfrutar esa sinfonía de aleteos e imaginarse las tormentas que provocan en Sri Lanka; es esa teoría del caos la que le da, en muchas ocasiones, sentido a su vida, tan gobernada por los números y las agendas de otros. A diferencia de las mariposas, las mujeres son inmunes a la magia molecular de Juan; la única que sueña con él nunca lo ha mirado a los ojos. 

Las mariposas que arropan a Juan se bajan con él: comparten destinos. Lo acompañan cuando camina las cuatro cuadras hasta el taller en el que trabaja, a veces distrayéndose en el terreno que está en el trayecto. Planean y hacen piruetas sobre su cabeza mientras cambia aceites y hace afinaciones; al caer la noche, desandan el trayecto y regresan a Cholul. Y así, día a día, viaje viaje, polinizaron un terreno yermo en la Nora Quintana hasta convertirlo en un campo amarillo. Nunca nadie lo sabrá, pero esas flores ya se llaman Oxalis Frutescens Martinus en honor a ese Juan Martínez y a su legión de mariposas. 

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Edición: Emilio Gómez


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