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El último en salir que apague la luz

La inteligencia de las máquinas está a pocos años de convertirse en un elemento cotidiano
Foto: Pablo Cicero

La teoría del viaje en el tiempo con la que una mujer justificó el mismo contenido de su tesis con otra presentada años atrás se desmonta fácilmente. Le hubieran bastado unos cuantos tours más por las madrigueras de conejo del tiempo para irrumpir en un futuro cercano en el que con sólo poner unos cuántos datos un programa de inteligencia artificial fuera capaz de generar una investigación completa y totalmente inédita. 

Es decir, su salto cuántico hubiera sido más creíble si en lugar de asegurar que alguien viajó al pasado para piratearle su trabajo hubiera dicho que ella se teletransportó al futuro y utilizó ese software, aún en versiones beta. Es el mismo, manoseado argumento de los negacionistas de viajes en el tiempo que se preguntan, con la respuesta ya preparada, de por qué no hay turistas del futuro. 

Sin embargo, los cambios que podrían generar los avances en la inteligencia artificial podrían ser igual de revolucionarios que el de los viajes en el tiempo; los primeros son casi ya una realidad, en tanto los segundos sólo son material de ciencia ficción y de excusas para justificar plagios académicos. Estamos en la víspera de un cambio radical de la humanidad. 

Nuestros primeros contactos con la inteligencia artificial se remontan a la evolución de programas capaces de jugar ajedrez. Vimos, en un breve transcurso, que ahora se antoja un pestañeo, cómo una serie de algoritmos fue dando jaque a los grandes maestros de entonces. Hoy día no hay ser humano que pueda vencer a uno de esos programas. 

Esa tecnología fue probada en el ajedrez pero con el objetivo de ser utilizada en otras áreas. Algunos visionarios comenzaron a alertar de estos avances, mientras que otros los justificaban. En un reducido círculo se formaron dos bandos, con visiones diametralmente distintas sobre la pertinencia de continuar caminando por el pantanoso y desconocido terreno de la inteligencia artificial. Deja de llorar y aprende a amar a la inteligencia artificial, parafrasean.

Y así, jugando a ser dios, la inteligencia de las máquinas está a pocos años de convertirse en un elemento cotidiano; la rueda de esta edad de piedra está a punto de comenzar a girar. Como el asombro que despertó el prehistórico Deep Blue al vencer a Garri Kasparov, a finales del año pasado —otro parpadeo— irrumpió en el día a día una aplicación que generaba, con inteligencia artificial, imágenes artísticas de cualquier persona. 

Para generar su contenido, el software sólo pedía unas cuantas imágenes, con ciertas características, del sujeto, para que en cuestión de minutos soltara una metralla de archivos espectaculares. Lo tomamos como anécdota, como simple entretenimiento. Cientos de personajes públicos, en especial políticos, comenzaron a compartir en las redes sociales el artístico aliento de las máquinas. 

De lo que no nos dimos cuenta es que esa tecnología, utilizada en ese campo específico, condenaba a la extinción a un sector de los artistas plásticos. Las máquinas comprobaron ser más rápidas, baratas y listas, ya que incluso las feas y los feos salieron guapas y guapos en la baraja resultante. Si ya pocas personas son las que compran arte o solicitan un retrato, con la puesta en marcha de la inteligencia artificial serán aún menos; excéntricos, como los que todavía leen en papel. Hombres y mujeres de tinta, condenados a ser los neandertales de esta era.

La misma compañía que desarrolló esa inteligencia artificial tiene en la incubadora otras aplicaciones, aún más sorprendentes. Y una de ellas tiene que ver con mi oficio, el de juntar palabras. Uno de esos programas ya es capaz de hacer artículos periodísticos, incluso del subjetivismo género de la editorial o columna de opinión. Una máquina, a la que le están dando los últimos toques, ya es capaz de traducirnos la realidad y de brindarnos argumentos. En la versión mexicana, puede incluso que entre las opciones se incluya la opción de estar a favor o en contra del gobierno: tono chairo o tono fifí.

Este tipo de inteligencia artificial igual se aplica en chats automatizados y en la elaboración de otras expresiones escritas, como artículos científicos, papers y tesis. Sí: en unos —pocos— años, un estudiante mediocre con los recursos suficientes podrá pagar por la elaboración de un trabajo de titulación totalmente inédito, sin el remordimiento de haber contratado un negro que lo ponga en apuros cuando se postule para la Suprema Corte. 

Por tanto, estas líneas que lees —estas que escribo— podrían convertirse en el último suspiro de una época. Como ya sucedió en otros frentes de batalla, las máquinas comprobarán ser más rápidas, baratas y listas; el último que quede que apague la luz. 

Y así, a oscuras, dejaremos en otras manos —manos invisibles, inexistentes— el gozo del descubrimiento y el placer de la creación; el vértigo del progreso y las enseñanzas del error. Todo conocimiento nuevo lo generará un conjunto de bites y bytes, dejándonos en la ciénega de la ociosidad. Serán las máquinas las que creen y descubran: las que dicten el presente y diseñen el futuro. 

El conductor que se extravía en la aplastante lógica de la señalética del centro de Mérida, aquel que naufraga sin Waze o Google Maps, podrá en unos años desconectarse por completo y delegar a la frialdad de las máquinas todas sus decisiones. No es que la inteligencia artificial vaya a destruir a la humanidad, como le encanta mostrar a Hollywood, a lo Skynet. Simplemente, van a convertir nuestro cerebro en un artículo obsoleto. Con el alumbramiento de la inteligencia artificial viene igual el parto de la estupidez real.

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Lea, del mismo autor: Génesis, 2023

 

Edición: Estefanía Cardeña


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