La imagen común que tenemos de la ciencia es que sus teorías van cambiando en función de los experimentos que las confirman o rechazan. Cuando las teorías predicen experimentos correctamente las aceptamos, al menos por el momento, y en caso contrario buscamos alternativas. No obstante, en la mayoría de los casos las cosas resultan más complejas: no siempre hay acuerdo en qué consideramos correcto o las teorías no se abandonan a menos que tengas ya pistas de alguna alternativa.
Un caso interesante sobre elección de teorías es la famosa teoría especial de la relatividad elaborada por Albert Einstein en su artículo Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento de 1905. Esta teoría es válida para sistemas físicos que no tienen aceleración (inerciales) y establece dos postulados: que la velocidad de la luz es siempre la misma en el vació sin importar el marco de referencia (su fuente y el observador) y que las leyes de la física son las mismas en dichos marcos de referencia.
Una consecuencia interesante de estos postulados consiste en que los conceptos de tiempo y espacio absolutos son abandonados. Estas dos cantidades físicas ahora dependen del marco de referencia de medición. Podemos imaginarlas como cantidades elásticas que se pueden contraer (el espacio) o dilatar (el tiempo), en función del movimiento que tiene a su vez el lugar desde el que medimos.
A pesar de su fama actual, la relatividad no fue inmediatamente aceptada. De hecho, para el año de su publicación existía otra teoría que daba cuenta de los mismos fenómenos que explicaba esta respecto del espacio y el tiempo. Se trataba de la teoría del físico neerlandés Hendrik A. Lorentz, la cual conservaba las ideas de espacio y tiempo absolutos, explicando el cambio de medidas debido a una “deformación” de los instrumentos (de la materia). Dado que la teoría de Lorentz y la de Einstein usaban las mismas ecuaciones, sus predicciones eran iguales, sin embargo, sus interpretaciones eran radicalmente diferentes. Fue hasta la llegada de la relatividad general, más de 10 años después, que se hicieron nuevas predicciones y proporcionaron un criterio experimental para decidir si la relatividad era la buena.
La pregunta interesante que se hace un filósofo de la ciencia en este contexto es: ¿cómo decidieron los físicos durante esos años cuál teoría era mejor, si la experiencia no les decía nada al respecto? La respuesta no es sencilla, pero algunos historiadores y estudiosos del nacimiento de la relatividad han dado luz sobre la cuestión. Una primera posibilidad es que recurrieran a determinadas valoraciones en función de lo que busca la ciencia (valores epistémicos). En este sentido es posible que algunos apreciaran que la relatividad era más sencilla y económica que la teoría de Lorentz. Pero otros pudieron haber considerado que la segunda era más intuitiva, pues aún hoy la idea de que el espacio y el tiempo puedan ser elásticos no resulta familiar. Además, Lorentz se apoyaba en las ideas de la física newtoniana que tanta autoridad tenían.
Una segunda posibilidad consiste en que entraran en juego valoraciones ajenas a las teorías en sí mismas (valores sociales), pero que hoy en día se ha visto que pueden resultar cruciales en la ciencia. Por ejemplo, el hecho de que Einstein fuera un físico joven, sin doctorado y completamente desconocido en ese momento jugaba a favor de Lorentz, quien era un científico sumamente reputado y famoso. En este contexto, nos podríamos preguntar ¿por qué alguien creería en un ilustre desconocido, que no tenía autoridad alguna y proponía ideas tan desafiantes? Otro elemento que pudo haber sido relevante es el de la nacionalidad de los personajes. Es sabido que en Alemania se subieron rápidamente al tren de la relatividad (el propio Max Planck le apoyó muy prontamente), mientras que en otros lugares como Francia, donde el famoso Henry Poincaré era una gran autoridad y nunca aceptó la teoría, no le tomaron tan en serio. Es posible que la novedad misma o la estética jugaran un papel a favor o en contra de cada interpretación.
En definitiva, lo que este episodio muestra es que la experiencia no siempre ayuda a los científicos a decidir y tienen que entrar valoraciones epistémicas, sociales, ideológicas, o de otro tipo para elegir teorías. Si bien, en este caso, la llegada de la teoría general de la relatividad permitió dirimir más tarde la cuestión con éxito, las mejores predicciones no siempre llegan pronto o llegan gracias a elementos interpretativos nada científicos. Todo ello nos ilustra que la ciencia es una práctica social inmersa en las complejidades de la historia.
*Profesora del Departamento de Filosofía de la Universidad de Guadalajara.
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