Mauricio Vila se convirtió en el primer gobernador en poner un pie en Flamboyanes con acciones concretas para resolver la compleja y frágil situación patrimonial de sus habitantes. Ningún otro —u otra— lo hizo antes con esa contundencia. Eso sí, todos incluyeron la comisaría progreseña en sus itinerarios de campaña pidiendo el voto, prometiendo sol, luna y estrellas. Ninguno regresó con respuestas efectivas que cumplieran lo ofrecido. Hasta el jueves pasado en el que las promesas ensamblaron con las respuestas, cosa rara en el universo de la política mexicana.
Llegó primero el hombre a la Luna que un gobernador a Flambo. Por eso, el alunizaje de Vila fue recibido como un hecho insólito; un acontecimiento. Así lo percibió él, y preparó una intervención que quedará en la memoria de los habitantes de ese limbo entre Progreso y Mérida. Fue un pequeño paso. Fue también un gran salto.
A las 6 de la tarde de ese jueves, decenas de familias recibieron las constancias de propiedad de los terrenos en los que habitan; por primera vez en su vida tuvieron en sus manos esa abstracción que se llama certeza jurídica. Por primera vez en sus vidas, soñaron en legarle a sus hijos e hijas algo más que deudas y el color de ojos. Poseen ahora algo más que la angustia.
Fue precedido por un enorme trabajo en equipo entre los gobiernos estatal y municipal y la iniciativa privada, que ha transformado radicalmente lo que antes era un peligroso territorio comanche. Por primera vez en sus cuatro décadas de naufragios, la población de esa zona de traslape ha logrado ponerse a flote. En estos últimos años ha regresado la esperanza que de ahí había sido exiliada.
Sólo faltaban ganas para socorrer a esa isla que se encuentra a la deriva de la carretera que une a Mérida con Progreso, a ocho kilómetros del puerto y a 23 kilómetros de la capital yucateca. Sólo faltaba que alguien dijera cómo chingados no. Y ese fue Vila, quien sin pena lo repitió ante los cientos de habitantes de Flamboyanes que lo recibieron.
”Para entregarles estas constancias de propiedad, me reuní con funcionarios que me dijeron que ustedes tenían que pagar 100 mil pesos por ellas. ¿Quién tiene cien mil pesos? Nadie. Así que les dije que tenía que ser menos. Ellos me dijeron que no, que no se podía, que era imposible. Y yo les respondí: cómo que no. Y bajaron el precio.”
Los nuevos propietarios aplaudieron la intervención de Vila, y se reconocieron en él. No sólo eran anfitriones por primera vez de un gobernador, sino que se reflejaban en él. Sus manos no soltaban el título de propiedad, sus ojos no se apartaban del político, que llegó de visitante y se fue como local. El discurso fue largo, pero para ellos duró sólo un pestañeo.
”Igual me dijeron los funcionarios que para que ustedes sean dueños tenían que pagar mensualidades de siete, ocho mil pesos. ¿Quién tiene siete, ocho mil pesos? Nadie. Así que les dije que tenía que ser menos. Ellos me dijeron que no, que no se podía, que era imposible. Y yo me los carajié de nuevo. Y ahora, ¿cuánto pagan? ¿Cuatrocientos, quinientos, seiscientos pesos?”.
”¡Quinientos cuarenta y seis!”, respondió con entusiasmo una mujer en el público, quien sentía el evento como una plática entre Vila y ella solamente. Como la otra mujer que estaba a su lado. Como el hombre que estaba adelante. El gobernador hizo cuentas y señaló que la cantidad que pagan es más o menos el equivalente al de tres caguamas cada viernes. ”Nos sacrificamos las caguamas por la casa”, propuso.
Al ver la cara de tristeza que puso una mujer, cedió y dijo que alcanza para una caguama, devolviéndole así la sonrisa. Igual sostuvo que esos terrenos eran para ellos, que con sus títulos se evitaba que otros vinieran a quitárselos. ”Por ejemplo, yo no tengo ningún terreno aquí, aunque me gustaría venir y quedarme”, reconoció Vila. ”¡Puedes quedarte en mi casa!”, gritó alguien, aplaudieron todos.
Antes y después del evento de entrega de certificados, Vila recorrió las calles otrora polvorientas de Flambo. Un hombre le pidió su ayuda para que la comisión federal de electricidad reparara un maltrecho poste de luz junto al parque, una mujer abogó para que le quiten el grillete electrónico a su hijo, otra solicitó mobiliario para su escuela… A todos atendió y, en el momento, fue remitiendo con los funcionarios que lo acompañaban.
Días antes, un incendio devoró con facilidad precarias viviendas de la zona; el fuego redujo a nada lámina, cartón y esfuerzos. A los que una noche les arrancó el día, se les entregaron los cimientos para comenzar de nuevo. Hombres y mujeres, que aún olían a humo, sintieron la brisa del mar, a la vez tan lejos y tan cerca.
Julián Zacarías, alcalde de Progreso, también se percató que era un momento inédito para los habitantes de la comisaría. Fue telonero del evento, y ahí recordó que el 25 por ciento del presupuesto del municipio se destina a una comisaría que ha registrado un crecimiento demográfico explosivo. Al concluir su discurso, presentó al visitante como ”el mejor gobernador que Yucatán ha tenido”. El hecho es que para quienes lo escucharon, era el primero que los visitaba.
El clic de Vila con los habitantes de Flambo fue similar al que tuvo con los alumnos de una primaria y secundaria de Ucú. A ellos, claro, no les habló de caguamas, ni dijo que se carajió a alguien. Ahí fue de la palabra a la acción, cuando le preguntó a los alumnos cómo funcionaba el internet que se acababa de instalar en su escuela. El funcionario encargado sudaba frío hasta que el coro infantil reconoció que la red estaba a todo dar.
Después de Flamboyanes, el gobernador continuó con su maratón, y llegó en Conkal. Ahí no fue el primer gobernador en ir, pero sí el primero en regresar luego de más de 20 años.
Edición: Emilio Gómez
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