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Implicaciones mexicanas de un gran acuerdo mundial

El Tratado de Altamar fue emitido por las Naciones Unidas tras quince años de discusiones
Foto: Juan Manuel Valdivia

No cabe duda de que merece todos los aplausos el reciente lanzamiento del Tratado de Altamar, emitido por la organización de las Naciones Unidas tras quince años de discusiones, negociaciones y construcción de consensos. Por fin, como se dijo al lanzarlo, “el barco ha llegado a puerto”. Lo que más se ha comentado acerca de este acuerdo es que representa un paso fundamental para alcanzar el objetivo conocido como 30X30, que contempla la protección de una tercera parte de los océanos del mundo el año – ya muy cercano – de 2030. Esto resulta importante de por sí, en virtud de que se espera proteger una porción de los procesos oceánicos que ha estado casi totalmente ajena a los esfuerzos de regulación de las actividades humanas en el mar.

Ahora bien, si los países firmantes del tratado se lo toman con la seriedad que el caso merece, habrá que poner sobre la mesa de negociaciones asuntos que van mucho más allá de simplemente decidir que áreas de alta mar merece la pena poner aparte para destinarlas a la conservación. Con esto quiero decir que habrá que generar acuerdos acerca de las actividades que los países llevamos a cabo en tierra, y que generan impactos en los procesos oceánicos. Entre otros temas, uno que amerita un tratamiento aparte, por su envergadura y complejidad, es el del cambio climático global y antropogénico, que implica el deshielo de los casquetes polares y los glaciares, el incremento en el nivel de los mares, la acidificación del agua del mar, y el incremento en la temperatura de las aguas someras, entre muchos otros fenómenos que implican una amenaza a la resiliencia de los ecosistemas oceánicos y las especies que los habitan. El establecimiento de áreas protegidas oceánicas no significará la solución de este complejo asunto.

Pero permítanme poner el acento sobre dos temas que afectan particularmente a los litorales mexicanos: las arribazones masivas de sargazo en la costa quintanarroense, y la omnipresencia de plásticos como desechos. El segundo tema es global, y trataré de limitar mis comentarios al asunto visto desde el territorio nacional. En el caso del sargazo, aunque es algo que ya he tenido ocasión de comentar anteriormente, parece haber ido quedando en el olvido, o al menos en el “quemador de atrás”, si me permiten una analogía culinaria, y creo que merecería una atención más acuciosa por parte del estado mexicano.

A riesgo de resultar repetitivo, no puedo menos que insistir en que el asunto del sargazo se ha tratado siempre intentando combatir sus efectos; es decir, haciendo esfuerzo a veces titánicos por recoger las toneladas de sargazo depositadas en las playas de Quintana Roo, o por evitar que lleguen a la costa, poniéndoles barreras físicas, o capturando, recolectando, pescando o cosechando (no sé bien cómo llamarlo) toneladas de sargazo en el mar. Con la mejor de las intenciones, las instituciones federales y estatales involucradas, han ido haciendo suya la maldición de Sísifo. Si aquel triste habitante del infierno griego subía una roca a la cima de una montaña, para verla eternamente caer de nuevo hasta lo más bajo de la ladera, ahora la marina armada de México, el gobierno del estado de Quintana Roo, sus municipios costeros, y – a veces a regañadientes – los operadores turísticos del Caribe mexicano recolectan miles de toneladas de sargazo cada año, para ver al siguientes nuevas arribazones, iguales o mayores. El problema se administra de la mejor manera posible, pero estamos muy lejos de solucionarlo.

Si se tratase de resolver el problema a partir de enfrentar sus causas, el asunto es absolutamente supranacional, y demanda una aproximación basada en el análisis de sistemas complejos. En este sentido, fijar los límites del sistema y determinar cuál es la pregunta conductora correcta para encararlo son dos elementos básicos. Hablamos de una serie de procesos que desemboca en el crecimiento explosivo de las poblaciones de una especie de planta oceánica. Entre estos procesos, habría que considerar eventos vinculados con el cambio climático global (incremento de la temperatura de las aguas oceánicas superficiales, acidificación, y modificaciones en los patrones meteorológicos, para mencionar sólo los más evidentes); pero sobre todo resulta inevitable determinar los efectos que puedan tener sobre las condiciones que favorecen el crecimiento del sargazo los modelos de desarrollo agropecuario de los países que cuentan con ríos que desembocan en el Atlántico, como Brasil, o los que se encuentran en las riberas del Río Congo, en África.

Por donde se le quiera ver, el tema involucra varios estados nación, sus planes y programas de desarrollo, las políticas públicas diseñadas para implementarlos, y los intereses económicos que confluyen en la búsqueda de convertir en negocios estas necesidades de desarrollo. Es evidente entonces que el tema trasciende fronteras, y está muy por encima de las capacidades de respuesta de cualquier gobierno nacional por sí solo. Ante la firma del tratado multinacional de protección del océano, el tema del sargazo debería ser llevado por la cancillería mexicana – y si me apuran, por el propio presidente de México, en tanto jefe de estado y de gobierno – ante el pleno de la Organización de las Naciones Unidas, foro donde se tendrá que establecer un grupo de trabajo multilateral e interdisciplinario, que busque generar propuestas de solución al tema del sargazo.

Este espacio no me permitirá en una sola entrega tratar el otro tema mencionado, el de la contaminación por plásticos. Dejo entonces ese tema, que obliga además a hablar de lo que se ha dado en llamar economía circular, para una futura colaboración.

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Lea, del mismo autor: Psss… verdad


Edición: Estefanía Cardeña


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