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La máscara y el rumor de los insectos en la noche

El tren maya es tierra fértil en la que florecen incluso ficciones
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán

Un jesuita que encuentra sirenas en cenotes que se derrumban por el peso de las rieles, batallas en las noches de la selva protagonizadas por duendecillos. El tren maya es tierra fértil en la que florecen incluso ficciones, como la que hoy te contaré

Sin duda, es una máscara funeraria maya, como la hallada en 1984 en Calakmul. Sin embargo, no es de jade ni de ningún otro material de la zona, incluso del planeta. Es inútil describirla, ya que no existen palabras para hacerlo. Un color imposible, que hasta el hallazgo del objeto nunca se había visto; una textura inédita, que acaricia y abraza a la vez, que da escalofríos y entume. En estos momentos, sólo se puede nombrar apuntándolo, o usando términos temporales y sinestésicos: en las mañanas, la máscara tiene el color del petricor, que es el olor de la lluvia. 

La encontró un peón hace unas semanas y son muy pocos los que lo saben; es un secreto. El hombre es parte de esa legión que con líneas férreas intenta domar la salvaje selva, en uno de los sectores más alejados del proyecto, el corazón de las tinieblas. Ahí, se internó, lejos de las cicatrices de balasto; desconozco sus razones, nunca se las pregunté, pero poco importan. Cuando ya había caminado unos cinco minutos, se encontró en un pequeño claro totalmente distinto a todo lo que lo rodeaba; la vegetación, e incluso el clima, eran diferentes. Las columnas de hormigas bordeaban ese espacio, evitándolo.

En la mitad de ese claro había una gran laja cubierta de milenario musgo; a él le pareció un caimán de piedra, inmóvil pero vivo. El lugar olía a versículos del génesis. La laja tenía un rectángulo, que se reveló cuando el hombre quiso sentarse. Era largo, pero no profundo, y ahí adentro, a simple vista, estaba la máscara, como si alguien o algo la hubiera asentado ahí sólo pocas horas antes. Miró de nuevo a su alrededor, buscando otros indicios, pistas del origen de ese objeto, pero no encontró nada. 

Metió la mano en el rectángulo y tomó la máscara; una descarga eléctrica, que él pensó fue latigueada por la adrenalina, le recorrió la espina dorsal. Sin hechizarse con los detalles, metió el objeto a su morral y se dirigió directamente al campamento de la obra. Terminó como autómata la jornada, sin detenerse a soñar con su tesoro. Pensó en su esposa y en sus hijos, en el partido de beisbol del domingo, en los números que jugaría la lotería. Aún así, sabía de ese floreciente mercado de piezas arqueológicas que transitaba paralelo a las vías del tren neonato. 

Y aquí es donde entro yo. Antes de ver con mis propios ojos la máscara, me encontraba en Palenque, donde obreros del tren hallaron una cámara funeraria, con dos cuerpos enterrados, una ofrenda, un nicho con figuras de piedra verde, estatuillas y vasijas. Llegué antes de los arqueólogos del gobierno, y pude llevarme unas cuantas joyas y varias figurillas de esa piedra verdosa, semejante a la turquesa. Fue un buen botín, y lo mejor es que ni cuenta se dieron ni se darán; ya tengo un comprador para estas piezas, que me pagará muy bien.

Para gente de mi oficio, el tren maya es maná. Según reportes oficiales, sólo en el primer tramo de la obra, que ocupa unos 230 kilómetros de Palenque a Escárcega, se han recuperado más de 2 mil cimientos, albarradas y basamentos, 200 piezas, entre cerámica, metates, instrumentos domésticos y figurillas; y casi 200 entierros humanos. Eso, repito, según reportes oficiales. La verdad es que los hallazgos han sido mucho más, y de artículos de inmenso valor. Y no sólo saqueadores como yo se están haciendo ricos. 

El peón le pidió a uno de sus compañeros, que en meses pasados halló una pequeña vasija y me la vendió, que le pasara mi número. Él le dijo que sí, pero con la condición que le pagara mil pesos. El hombre dudó, pero el otro lo convenció diciendo que, si llegaba a un buen acuerdo, esos mil pesos los recuperaría rápidamente. No tengo el dinero ahora, le contestó. Te lo pago mañana, que es quincena. Está bien, concedió el otro. Te paso el número mañana. Y así fue. Todavía, el hombre tardó en llamarme una semana.

Por teléfono, el hombre no tuvo palabras para describirme lo que había encontrado. Es una máscara, se limitaba a decir. Una máscara grande, como de un gigante. De qué material es, de qué color, le preguntaba. Es una máscara, una máscara, respondía. Viaje inmediatamente a la zona, y le pedí que nos viéramos lo antes posible. Tuve que esperar varios días, hasta su descanso. Me citó en un polvoriento pueblo, el más cercano a su campamento. En los lindes de la población, un campamento de uralita era la ubre en la que recobraban fuerza los obreros del tren.

Me dio trabajo encontrar el sitio en el que me había citado; pasé una hora recorriendo esos barrancones en los que los peones en día de descanso escapaban del sol. Al final, lo encontré. Golpeé la lámina con fuerzas, llamándolo por su nombre. Al tercer intento, abrí la puerta y me lo encontré en una esquina del cuarto. Adentro estaba oscuro, ya que n había ninguna ventana, y el aire olía a sudor. Mis ojos tardaron en familiarizarse con esa penumbra, y fue hasta casi un minuto después cuando me percaté que el hombre estaba en una especie de shock.

Sentado, en las dos manos aún sostenía la máscara. Me puse de cuclillas enfrente de él, y lo llamé por su nombre. Tenía los ojos abiertos, pero su mirada me traspasaba. No sólo me eludía o ignoraba, me traspasaba: veía a través de mis tripas y de mis huesos. Balbuceaba; no hablaba, emitía sonidos de animales; chasqueaba la lengua, regurgitaba, croaba. Recordé el pasaje del Necronomicón que hablaba del ”discordante sonido de horribles flautas y de incesantes bramidos de ciegos dioses idiotas que andan arrastrando los pies y gesticulan por siempre más sin propósito alguno”.

No lo pensé dos veces y le arranqué la máscara de sus temblorosas manos; sentí el relámpago de un látigo adentro de mí, mientras que él, completamente ya fuera de este mundo, no se percató y siguió con su letanía incomprensible. Guardé el extraño objeto en mi mochila y salí. Desanudé mis pasos por esa avenida nacida en la nada y me dirigí a la ciudad. Fueron varias horas de camino, y en todo momento no pude evitar pensar en la máscara. Igual, en todo momento, sentí que alguien me observaba.

Ahora ya es de noche, y la casa está rodeada por el sonido de los insectos. Recuerdo, de nuevo, a Lovecraft, quien le atribuye la estridulación al murmullo de los demonios. Comprendo entonces por qué enloqueció el árabe Abdul Alhazred. Tengo en mis manos la máscara: nos vemos directamente. Estoy consciente que el hombre que la encontró se alienó al probársela, y sé que yo corro un riesgo igual si lo hago. Sin embargo, no puedo evitarlo. Y lo hago. 

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Lea, del mismo autor: Los carroñeros de la secundaria

 

Edición: Laura Espejo


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