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Los carroñeros de la secundaria

La jauría seguirá ahí, creando pequeños fuegos con el pedernal del insulto, con la paja de la burla y la exclusión
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán

La noticia corre como pólvora: pelea a la salida del colegio. Avisan por medio de susurros en baños arañados de insultos, papelitos doblados de bordes manchados de grasas, mensajes ilegibles de whatsapp, gruñidos y señales de humo.

Como carroñeros, rodean a las dos niñas, cercándolas poco a poco; un círculo compacto, un asedio que azuza. Una hiena empuja a otra, mientras todas las demás ríen como sólo pueden reír las personas que hacen llorar. 

Tal vez las niñas no querían pelear. Tal vez sí. Tal vez sólo era una bravuconada, el recurso barriobajero de una de ellas — ¡te voy a romper la madre! Pero la turba no está para dudas: tiene hambre y sed, y jadea en torno a ellas. 

Las niñas se pegan y se arañan; se jalan el pelo hasta despojarse de cualquier rastro de humanidad. Los que las rodeaban sacan sus teléfonos y apuntan, enfocando lágrimas y sangre. Detrás de sus pantallas, babean, escurren odio. 

Una de las chicas que está en ese ojo del huracán agarra una piedra; con ella, golpea a la otra. Una vez. Y otra. Y otra. Y otra. Y otra vez. Dieciséis veces en total. En la cabeza. Incluso cuando escucha crack y siente que su mano se hunde en el cráneo, sigue. 

A su alrededor ya no hay otros niños y niñas, sólo una voz insaciable que jadea por más, pantallitas salpicadas de sangre y saliva que intentan captar el golpe con el que Norma Lizbeth, de sólo catorce años, pierde la vida. 

Cuando el espectáculo termina, y la niña come polvo —no morirá entonces: no le dará el gusto a ese cacareo de hienas; será hasta días después— la jauría se desbanda, arropada en el anonimato de la turba. 

Horas después, esos animales verán una y otra vez el video, con las mismas ansias de los onanistas. Lo compartirán en redes, le darán like, lo comentarán. Mientras, a la niña se le escapa la vida por el cráneo; su alma gotea en medio de dolores que no se pueden describir.

La directora de la escuela minimiza el hecho: así son los niños, taja, y da por concluido el asunto. No sólo no le provocan arcadas los videos que le muestran; incluso, ni le sorprenden. Los mira con un desdén burócrata por el que luego será juzgada. 

La madre de la asesina igual la justifica, y cuando ya no encuentra frases ni lógica para hacerlo, huye con ella. En Teotihuacán sólo se ve ya el polvo de ese efímero escape, que concluirá en la frontera. Ahí, arrinconada, sigue acariciando las manos que con una roca quebraron una cabeza.

La noticia cruza las fronteras de ese páramo y se adueña de titulares en todos los periódicos, de todo el país; una ola de indignación hace que se pronuncien sobre el asesinato autoridades, tanto civiles como religiosas. Sin embargo, esas palabras se convierten, en un instante, en cáscaras.

La jauría que azuzó y saboreó ese asesinato en vivo y directo borra de sus teléfonos la evidencia. No les cuesta mucho, pues saben que una vez que las aguas se calmen podrán volver a grabar otra pelea. Si tienen suerte, piensa, habrá sangre de nuevo. Y la jauría se excita

Sabe que sólo tiene que esperar, y se relame en esa paciencia. Nadie hará nada. Tal vez juzguen y condenen a la asesina, quien por ser menor de edad purgará una temporada en un centro de rehabilitación para menores. Y ya.

La jauría seguirá ahí, creando pequeños fuegos con el pedernal del insulto, con la paja de la burla y la exclusión, para convertirlos después en incendios de violencia. Esa turba carroñera que se enardeció al ver morir a Norma Lizbeth no se generó espontáneamente. 

Fue la que meses atrás aplaudió las pedradas en forma de insultos, la que conspiró e hizo correr chismes. Fue la que justificó la violencia verbal de la agresora, la que minimizó las llamadas de auxilio, la que calló. El asesinato de Norma Lizbeth comenzó mucho tiempo atrás de que le martillaran la cabeza con una piedra. Y no sólo una es la culpable. 

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Lea, del mismo autor: Hoy toca un violinista

 

Edición: Laura Espejo


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