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Hoy toca un violinista

No sólo interpretaba con el violín, sino que todo su cuerpo se electrizaba con cada acorde
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán

En el jardín de imágenes curiosas que todos los días se cultiva en las redes sociales floreció una en la víspera de la presentación de Ara Malikian en Mérida. Más que una foto, era una orquídea: la imagen del escenario, aún vacío, con un cartón colgado con un mecate aceitoso en el escenario en el que se leía: “Hoy toca un violinista”. 

La presentación fue en la noche, en la Plaza Grande; fue gratuita, y registró lleno total. Ahí, mientras Malikian se ensañaba con las cuerdas de su violín, que quedó chimuelo de tanta pasión, coincidieron megalómanos promiscuos con vírgenes de oídos que escuchaban por primera vez a un intérprete de música clásica. 

El violinista que se anunciaba en el cartón escrito con letra de temblores de cruda llevaba más tiempo de su vida ensayando a Vivaldi que durmiendo. Así lo confesó cuando hizo vibrar las otras cuerdas de su cuerpo, las vocales. Vestía como bufón de una corte de milagros, con lentejuelas y babuchas. 

No sólo interpretaba con el violín, sino que todo su cuerpo se electrizaba con cada acorde; la música recorría sus tendones y meniscos, sus huesos y tuétanos. Parecía poseído, tal vez por el mismo Paganini. Las cuerdas reventadas del instrumento reencarnaban en hilos que movían las extremidades del músico, como marioneta. 

Quemó la plaza con la alquimia de sus agudos y graves, hizo temblar las reliquias de la catedral con sus espasmos de cadera, invocó fuegos fatuos, que se posaron sobre los asistentes como en un pentecostés pagano. Y, sin embargo, el aquelarre de Malikian pasó casi desapercibido, y sólo los que asistieron lo recuerdan. 

Y eso que el violinista es uno de los músicos contemporáneos más reconocidos en el mundo: Ha sido el invitado de las orquestas sinfónicas más importantes y ha llenado las salas de conciertos de mayor renombre; ha grabado una veintena de discos, en solitario y acompañado, y ha cosechado todos los premios musicales habidos y por haber.

Una de las razones por las que la revuelta musical de Malikian no tuvo mayor repercusión en Mérida es que aquí —como en muchas otras partes— la música clásica es… clasista. O esa percepción se tiene, y con sobradas razones. Un arte ejecutado por hombres y mujeres blancos, ellos de esmóking, ellas de vestido largo; en escenarios con asientos de terciopelo en el que el público susurra y asiente.

Para el ideario de esta provincia, Malikian es un profano: un sujeto que parece un vagabundo —con esas greñas en eterna estática—, que reniega de la acústica perfecta y se lanza al océano de las plazas públicas; un sacrílego que mancilla la obra de genios muertos cuyo nombre sólo esa elite puede pronunciar. 

De las revoluciones que la Plaza Grande ha sido testigo, la más bella es la que acaudilló Malikian. Ahí comprendimos que la música clásica no es sólo un pretexto para posar en el vestíbulo del teatro y alardear que esperamos con ansias el réquiem. Y por eso decidí dedicarle a esa presentación este espacio, ya que adquiere nuevos significados con los acontecimientos de los últimos días.

En estos tiempos en los que nos roban los días hay que arrebatar las noches, y asaltarlas de arte. Cada plaza, un vietnam, donde en lugar de napalm se bombardee con el bálsamo de la música. Sólo así podremos volver a soñar. El arte no es un privilegio de unos cuantos: es de todos. 

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Lea, del mismo autor: El día que un suspiro quiso matar a un huracán

 

Edición: Laura Espejo


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