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Foto: SCJN

Luego de la declaración de invalidez que hizo la Suprema Corte de Justicia de la Nación a la primera parte del paquete de reformas en materia electoral que promovió el Ejecutivo y aprobó el Congreso, el pasado 8 de mayo, el presidente Andrés Manuel López Obrador dio a conocer su intención de operar un cambio en el Poder Judicial de la Federación para que los ministros sean elegidos por votación popular y directa, en lugar de propuestos por el Ejecutivo y designados por el Legislativo.

Esto no es ni algo novedoso en los países que se rigen por un sistema democrático y republicano, ni tampoco algo que no se haya dado antes en México. Incluso los gobiernos locales solían celebrar elecciones conjuntas en las que se votaba por representantes para los tres poderes; es decir, la boleta electoral contemplaba al gobernador, presidente municipal, diputados locales y magistrados del Tribunal Superior de Justicia. Esto dejó de ser así en los años de la posrevolución. Baste recordar que el general Salvador Alvarado, como gobernador de Yucatán, suprimió el Tribunal y la Escuela de Jurisprudencia y no fue sino hasta 1919 que la entidad volvió a contar con un Poder Judicial en forma.

Pero durante los años de la República Restaurada y el Porfiriato, la elección de magistrados de la SCJN -no ministros, pues este nombre se le daba a los funcionarios del Ejecutivo -se realizaba por sufragio indirecto, al igual que la de presidente, diputados y senadores. Pero también en esos mismos años, quien encabezara la Corte era al mismo tiempo, y de facto, el vicepresidente. Uno de los argumentos que precisamente llevaron a establecer este cargo en 1902 (aunque todo mundo sabía que la verdadera razón era la edad de Porfirio Díaz) fue que se evitarían las intrigas en la SCJN y los magistrados se enfocarían en la impartición de justicia.

Lo que los legisladores porfiristas quisieron impedir fue que surgiera un José María Iglesias, quien en 1877 tras el triunfo de la revolución de Tuxtepec, le disputó la presidencia a Porfirio Díaz argumentando que de acuerdo a la Constitución de 1857 le correspondía ocupar la jefatura del Ejecutivo, llegando a empuñar las armas contra el héroe del 2 de abril.

En las actuales circunstancias es necesario analizar y debatir qué gana la nación si los ministros de la SCJN son electos por voto popular universal. El asunto no es únicamente la cuestión electoral, pues para hacer posible este punto es necesario promover una reforma a la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación y seguramente será necesario que los estados armonicen sus propias legislaciones. Supongamos que esto sucede y entonces quedan en la mesa otros asuntos:

El primero es si la legitimidad derivada del voto con que contarán los ministros no será un aliciente para que persigan una carrera política más que ocuparse de su función sustantiva: la impartición de justicia y la guarda del orden constitucional. Resultaría muy tentador sufragar por el togado con mayor exposición mediática -y seguramente arropado por algún partido político- que por el que elabore las sentencias y resoluciones con mejores argumentos jurídicos, dado el grado de tecnicismos que contiene el lenguaje jurídico.

Otro es si la politización de las decisiones será cuestión de todos los días, pues el número de votos obtenidos en la elección pesaría también al momento de dirimir un conflicto entre el Ejecutivo y el Judicial. También deberá tomarse en cuenta que, si los partidos postulan, también tendremos ministros más dispuestos a escuchar al membrete que a la propia ley.

Igualmente valdría considerar si la elección popular no sería un freno para el servicio judicial de carrera. Sin duda puede ser un freno para que secretarios, jueces de distrito o de tribunales especializados lleguen a las salas de la SCJN sin el padrinazgo de un partido.

Finalmente, tampoco puede verse en la elección popular el modo de quitar un freno a un proyecto de transformación. El sistema republicano establece la división de poderes y que cada uno vigile el accionar de los otros dos. Recordemos también que la idea detrás de la división de poderes es evitar la tiranía de quien pueda concentrar las tres funciones.

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Edición: Fernando Sierra


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