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Las ciencias y la nueva ley

El texto no mejora las oportunidades de las mujeres en el sector ni protege al medio ambiente
Foto: Enrique Osorno

Hace unos días me encontré con el análisis que hace la Dra. Julieta Fierro acerca de la nueva Ley General de Humanidades, Ciencia, Tecnología e Innovación, donde concluye, entre otras cosas, que dicho ordenamiento no mejora la actividad de las mujeres en la ciencia, no protege el medio ambiente y, en cambio, quita participación de científicos en la toma de decisiones y se la da al ejército, lo cual es “terrorífico”. No ha sido la única voz calificada que critica esta ley, recientemente promulgada, y aunque parezca tarde, dado que ya ha sido publicada, creo que es una discusión que debe continuar, no solamente en los corrillos de los centros e institutos de generación de saber, sino entre todos los ciudadanos que consideran que la investigación (tanto en las ciencias duras o naturales, como en las sociales y en las humanidades) es un pilar fundamental para el fortalecimiento del país.

Dado que considero que la voz de la Doctora Fierro – como la del Dr. Antonio Lazcano, o la de la Dra. Julia Tagüeña, quienes también han participado con intensidad en esta discusión – es una voz autorizada, lúcida y didáctica, me pareció útil compartirla en redes sociales con mis amigos y conocidos. La respuesta fue inmediata, y en algún sentido, sorprendente. Una amiga entrañable, que se caracteriza sobre todo por ser Buena, con mayúscula y en toda la extensión de la palabra, enmendaba la plana a quienes veíamos en esta ley un retroceso y un freno al avance de la investigación y la libre generación de conocimiento, y nos indicaba que no estábamos entendiendo el propósito que animó a su publicación, y que implicaba alterar la balanza del poder de la comunidad científica, dando un reconocimiento a los saberes de los pueblos originarios, y estimulando vías de investigación que persigan la búsqueda que estos pueblos han emprendido durante siglos, y que se ha abandonado en aras de una ciencia occidental, e incluso caucásica y patriarcal, dominante.

Ya en otra ocasión he comentado que las ciencias - y en especial las ciencias “duras” – han asumido posiciones de poder, y han pretendido demeritar y defenestrar otras formas de construir conocimiento, aduciendo que solamente quienes siguen “sus” métodos pueden generar un saber genuino, veraz o verídico. Es cierto que en el pensamiento científico hay mucho de arrogancia, y que no está de más recordar a quienes hacen ciencia que lo que construyen son narrativas más o menos verosímiles, y no son precisamente los descubridores de La Verdad. Pero dudo mucho que sea el Estado el llamado a dar lecciones de humildad a las ciencias, y menos que pretenda hacerlo determinando qué formas y líneas de investigación son las que merecen ser financiadas, y cuáles no. Un consejo como el CONACyT, hoy CONACHyT, debiera operar procesos de evaluación de proyectos que garantizaran que la búsqueda de respuestas científicas, o la construcción de reflexiones humanistas, sean respaldadas a la luz de sus méritos académicos (teóricos, técnicos, de verosimilitud, replicabilidad, pertinencia y coherencia), y no en función de filias y fobias ideológicas).

Mi amiga nos invitaba a considerar que ya era momento de dar al conocimiento tradicional el lugar de saber que merece, en lugar de descalificarlo debido a su lejanía con respecto al conocimiento científico convencional, y tiene razón. De hecho, a mi juicio, lo que hace falta es encontrar un espacio de diálogo entre saberes, en el que el conocimiento tradicional pueda entenderse inter pares, al tú por tú, con el conocimiento generado al calor de las ciencias duras, y con los modelos formales de las ciencias sociales y las humanidades. Dicho de otra forma, lo que habría que buscar es un sistema de construcción de conocimiento que no solamente interrogase a la realidad, sino que, al hacerse preguntas acerca de lo humano, no pretendiera convertir a porciones de éste en objetos de conocimiento; es decir, que cuando se trate de confrontar formas humanas de ver y reconstruir la realidad, se parta de la premisa de que toda persona humana es ser que conoce, es actor y sujeto del conocimiento, y no podemos reducirlo a objeto, a cosa a conocer a través de una forma de construir saber que hemos decidió socialmente que es la única “correcta”.

A lo que quiero llegar con todo esto es que cuando se publica una ley de ciencias, que pretende responder, entre otras cosas, a la necesidad de dar preeminencia a los conocimientos tradicionales (y de alguna manera, a que sea “el pueblo bueno” quien decida qué ciencia se debe hacer), yerra el camino si pretende hacerlo restringiendo las posibilidades de que se hagan ciencias de todo tipo, de que las preguntas que se hagan los investigadores y los estudiosos no puedan buscar respuesta desde cualquier terreno metodológico, con cualquier aproximación ideológica, nos guste o no. Quizá sea cierto que el CONACyT que hoy se tacha de “neoliberal” haya tendido a excluir áreas del conocimiento que no resultaban acordes con lo que entonces se consideraba como lo “genuinamente científico”. Pero la respuesta a esta exclusión no está, ni puede estar, en la exclusión del otro, ya sea éste más de izquierda, o de derecha, o se plantee preguntas que no parecen prioritarias al régimen en el poder, o responda más de cerca a las expectativas del “pueblo llano” o no. Al final del día, la nueva ley de ciencias no es una respuesta incluyente. Por el contrario, es una toma de posición desde el poder, que tiende a reprimir y suprimir los esfuerzos de generación de conocimiento que no respondan a su demanda autoritaria. Es, entonces, una pendiente resbaladiza y peligrosa hacia el oscurantismo.

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Lea, del mismo autor: Los jardines del Generalife


Edición: Estefanía Cardeña


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