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Fe de erratas de un obituario

Comprendió así la certeza de la muerte, de su muerte
Foto: Enrique Osorno

Al despertar, la rutina seguía ahí: se lavó la cara, se preparó un café y comenzó a leer el periódico. Estaba tan habituado a esas madrugadas que incluso las noticias le parecían las mismas. Lo único distinto de aquel día lo encontró en las últimas páginas del periódico, a las que naufragó con el café ya frío. 

Era la sección necrológica. Ahí se publicó el obituario de una persona con su mismo nombre —exactamente el mismo— y que había nacido el mismo día que él; compartían igual estudios y profesión, así como actividad laboral. El perfil no especificaba la causa de la muerte, pero señalaba que había desembocado tras una larga dolencia. 

Al principio eso le inquietó: a quién no. Sin embargo, la costumbre continuó arrastrándolo, como la marea, en esa inercia que eran sus días y sus noches. Cerró el periódico, que ya había cumplido su efímero fin, y saboreó el recuerdo de una novelita de Saramago que se le vino a la mente al saber que su homónimo acababa de morir. Tal vez le llamen a mi esposa para darle las condolencias, pensó, divertido. 

Sin embargo, en el transcurso del día nadie habló con ella. Es más, incluso a él se le olvidó comentarle ese episodio de la madrugada, que más bien parecía el rescoldo de un mal sueño. Se saludaron con la frialdad de la prisa, y en el transcurso del día sólo cruzaron unas cuantas frases. Él batalló durante horas en un proyecto, que desde hacía meses lo esclavizaba. Fue hasta que recaló en su cama, listo para dormir, cuando lo asaltaron las preguntas. 

Y si en realidad sólo fue una equivocación. O y si en realidad fue una amenaza. Como muchos, a lo largo de la vida había sembrado amistades y odios, y tal vez de estos últimos estaban ya brotando bromas macabras, como publicar el obituario de una persona que aún vive. Tiene que ser de alguien que me conoce bien, que sabe a lo que me dedico. Y es que ese hombre atormentado en el duermevela tiene una historia previa con los obituarios. 

Él ha escrito decenas de perfiles de muertos, tanto de desconocidos a los que le ponía rostro en la soledad de la sala de redacción, como de personas cercanas y queridas, que redactó de memoria y con calambres en el corazón. Conoce, por tanto, a la perfección la anatomía de la nota necrológica: el nombre del fallecido, su edad, lugar en el que murió y la causa, sin especificar: de manera repentina, si fue un accidente, tras una larga dolencia, si fue una enfermedad. 

Posteriormente, a ese esqueleto de palabras y datos se le van incluyendo tendones, músculos y órganos: el nombre de sus padres, sus hermanos, su esposa o esposo y sus hijas e hijos; sus estudios y dónde trabajó. La parte final es informativa: dónde será velado y en dónde se oficiará la misa, donde su familia recibirá el pésame de las personas de su amistad. Sólo en casos especiales al obituario se le añaden florituras, como las de asociar condolencias. El manual de estilo de la muerte

Con esto arañándole el sueño, se durmió, con la esperanza de leer al día siguiente una fe de erratas. No fue así. Antes que se asomara el sol, se lavó la cara, se preparó un café y comenzó a leer el periódico. Como ya le era habitual, las noticias le parecían las mismas. Al llegar a la última página, ahí donde recalan los fallecidos, no encontró nota aclaratoria alguna. Y sí, en cambio, dos esquelas con su nombre. 

Una de su jefe y otra de sus compañeros de la escuela en la que estudió de primaria a preparatoria; de su jefe y de sus compañeros. Se tomó de un trago el café, aún caliente: se quemó la lengua y el alma. Cerró las páginas porosas, creyendo que tal vez seguía dormido. Se preparó otro café y, evitando esa singularidad, decidió ponerse a trabajar para terminar ya de una vez ese proyecto.

Pasó el día enfrascado en una lucha con páginas en blanco, avanzando frase a frase hasta el punto final, que llegó al atardecer. No vio ni habló con nadie durante horas, así que decidió salir a caminar, para saborear el final. Sin rumbo fijo, llegó a una iglesia, en la que se estaba celebrando una misa de cuerpo presente. En primera fila, estaba su esposa. 

Y comprendió así la certeza de la muerte, de su muerte. Aprovechando ese extraño purgatorio, regresó a su casa y envió una aclaración a la redacción del periódico en el que se había publicado su obituario, para que quitaran la referencia a su trabajo y que pusieran, en ese espacio, que él, en realidad, había sido un cazador de cuerpos celestes, en especial de auroras boreales. 

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Lea, del mismo autor: La tristeza de la tierra


Edición: Estefanía Cardeña


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