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Somos destino de la zozobra chiapaneca porque, como sociedad, preferimos voltear la cara
Foto: Ap

Aunque nunca la ha visto, ese niño conoce la ciudad como la palma de su mano. Recorre el laberinto de sus callejuelas guiado por sus texturas, atraviesa los bazares tomado de la mano de las especias y sortea las frenéticas avenidas esquivando cláxones e insultos. 

La ciudad es Nueva Delhi y el niño es ciego. Aún, en las noches, sueña con el rostro de su madre, pues nació con vista. Unos hombres sin alma lo cosecharon de los campos de la miseria, le cortaron las alas y lo pusieron a mendigar; tiene que llevar una cantidad fija todos los días si quiere comer, si desea vivir. 

En ese campamento de niños perdidos, les enseñan a cantar. A los que tienen mejor memoria y voz los llevan aparte y les queman los ojos; lo último que este niño vio fue el rojo ardiente. Después, la noche eterna, la oscuridad total. Desde entonces, en una esquina de una ciudad en la que fue vomitado ya sin vista, pesca con paciencia la pena y la pesadumbre de los otros. 

Según un informe de la policía y organizaciones de derechos humanos, más de 300 mil niños en India son maltratados y obligados a mendigar; esta explotación es el epicentro en una industria millonaria de tráfico de personas. De acuerdo con ese mismo informe, más de 40 mil niños son secuestrados cada año, de los cuales 11 mil desaparecen de forma definitiva.

Ese arraigado mal se ha intentado extirpar de múltiples formas, con pocos resultados: los niños siguen desapareciendo y las mafias se hacen más poderosas y ricas. Es como una hidra, reconocieron las autoridades al abortar la enésima estrategia fallida. Esta realidad ha sido expuesta en diversas ocasiones en obras literarias y películas, exportando la indignación. 

Fue entonces cuando la sociedad civil —la india y la internacional— se percató que las autoridades no podían solas y que había que meter hombro. Con esa nueva mentalidad poco a poco se están dando los primeros pasos, en lo que ya se anuncia como un largo y duro camino. 

En Yucatán operan igual redes que explotan a mujeres y a niños, provenientes principalmente de Chiapas. Jovencitas, casi niñas, vendiendo ropas, hilvanadas en el engaño; niñas y niños, mendigando en esquinas: son los engranes de la industria de la pena. Todos con una cuota que cubrir, todos arrastrando ese grillete invisible. 

Hace unos días, un niño murió, atropellado, en la esquina donde perseguía las migajas con las que sobrevivía; una parte de la sociedad se indignó y presionó a las autoridades para que actuaran en contra de estos esclavistas. Lo hicieron, y le cortaron varias cabezas al monstruo en una noche de cuchillos largos. 

Pero, como sucede en otros países con este cáncer, las cabezas decapitadas no sólo brotan de nuevo, sino que lo hacen más fuertes e inteligentes; esa es la naturaleza de la hidra. Con sólo el actuar de las autoridades ésta es una batalla perdida y ociosa, como ocioso fue Sísifo. Se necesita más. 

Somos destino de la zozobra chiapaneca porque, como sociedad, preferimos voltear rápidamente la cara antes de ver a los ojos a la incómoda realidad; el dolor ajeno nos da urticaria. De estos niños y niñas sin sombra sólo conocemos sus nombres cuando los leemos en las páginas de sucesos. Y es entonces cuando les exigimos a las autoridades que hagan algo.

Después regresamos a nuestra burbuja, inmaculada por unos días, purgada de culpa y sin la miseria deambulando entre autos; nos reímos de las parodias con las que exhiben a los whitexicans sin darnos cuenta que lo que en realidad hacemos es mirarnos al espejo. Nos sentimos realizados, encantados de conocernos, por haber martillado en Twitter críticas ribeteadas con hashtags.

Y el tema se nos olvida, hiberna hasta la siguiente tragedia. Entonces, encendemos de nuevo el switch de la indignación. En tanto, hombres y mujeres, en el silencio con el que se realizan los verdaderos cambios, siguen trabajando en albergues para ancianos, o en comedores gratuitos, o en centros de acogida, viendo cómo, a lo lejos, la esterilidad terquea cuesta arriba.

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Lea, del mismo autor: “Un Berlusconi en cada hijo te dio”


Edición: Estefanía Cardeña


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