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Adiós, Javier, tu corazón queda en la selva lacandona

La labor de Maza Elvira vivirá en tanto se siga protegiendo la biodiversidad en México
Foto: Captura de pantalla

Ha muerto Javier de la Maza Elvira. Solemos decir, cuando alguien muere, que ha muerto a destiempo. Pocas veces resulta esto más cierto que en el caso de Javier. Su muerte ha dejado a quienes lo queremos con millares de cosas que ya no pudimos decirle. Pero además, nos lo ha quitado en los momentos en que en el país –y el planeta entero, aunque él mismo me habría dicho que exagero– una presencia como la suya resulta más necesaria; porque Javier fue un vigoroso pilar de la conservación de los ecosistemas y la biodiversidad de México; y muy especialmente, de la selva Lacandona, rincón de la nación donde depositó su corazón, y donde seguirá latiendo en tanto haya quienes continúen con sus esfuerzos para proteger esta joya de los paisajes mexicanos.

Javier, junto con Julia Carabias, fue el artífice de lo que fuera en sus mejores épocas la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas, y esto ya es motivo suficiente para asignarle para siempre un sitio en los anales de la historia de la conservación en Iberoamérica. Pero ha sido mucho más que eso. Quizá yo no sea el más indicado para apreciar los alcances de su contribución a las ciencias naturales y a la ecología humana, y otros colegas le conocieron más y mejor que yo. No obstante, el afecto, la admiración y el agradecimiento me obligan a compartir quién fue Javier de la Maza para mí. Empezando por el agradecimiento: le debo a Javier haber hecho posible que emprendiera junto con mi familia el camino más satisfactorio de mi existencia, la posibilidad de mudarme al estado de Yucatán donde, gracias a sus buenos oficios tuve el privilegio de encabezar los esfuerzos que dieron lugar al establecimiento de la Secretaría de Ecología en el gobierno del estado, la primera agencia de gestión ambiental en una jurisdicción subnacional en nuestro país.

Hay que reconocer que el biólogo no era un individuo de fácil encanto. Un tanto arrogante, siempre socarrón, con un sentido del humor cáustico e implacable, no es de extrañar que muchos de quienes acabamos queriéndolo nos referíamos a él, quizá un tanto a sus espaldas, como el Barón. No sorprende el mote cuando se le veía presidir en una mesa de “La Buena Fe”, o contemplar desde su atalaya los movimientos del día en la estación de Chajul, en la Reserva de la Biosfera de Montes Azules. Pero también tenía una especial sensibilidad para la buena música, particularmente para la música latinoamericana, que él mismo interpretó junto con sus compañeros del grupo Lacantún. Y fue un formidable contendiente en las mesas de dominó y un apasionado futbolero. A la vez, y con la misma intensidad, perseguía eternamente la mejor fotografía de la mariposa más inaccesible, contribuía a construir libros soberbios que ilustran la biodiversidad de México, se maravillaba ante fenómenos como los hongos bioluminiscentes, o las tremendas hormigas de la selva.

Uno de los rasgos que resultan más admirables de Javier es la congruencia y la consistencia de su personalidad: era el mismo Javier de la Maza el que departía con las celebridades de la academia y la política de la conservación, a nivel global, que el que discurría con los residentes locales de las comunidades más recónditas de las selvas del sureste. Nunca le vi asumir una actitud equívoca, una postura esquiva, o un disfraz hipócrita: era un hombre de una pieza. Por eso, cualquiera lo reconocería, bajo cualquier circunstancia. Por ejemplo, hace algunos años, mi compañera y yo estábamos en la Cruz del Cóndor, en los Andes Peruanos, un sitio pue pensábamos más que remoto, cuando ella de pronto me dijo: “¿No es ése Javier?”. “¿Cómo crees?”, le dije. “¿No es Javier de la Maza”?, preguntó de nuevo Y de pronto voltea un tipo que andaba por ahí cerca, y claro, era en efecto Javier, en un encuentro francamente mágico, de esos que no se dan casi nunca. Eso era también Javier, capaz de sorprenderte en cualquier momento, sin querer y sin planearlo.

Duele pensar que Javier se fue dejándonos sin poder decirle cuánto lo queremos, y por qué. Pero duele más pensar que se fue triste, a sabiendas de que sus esfuerzos por lograr la institucionalización de las políticas de conservación de la biodiversidad, los ecosistemas y los servicios ambientales de México, en lugar de verse consolidados y fortalecidos, se han visto cada vez más debilitados, comprometidos y malinterpretados, y no parecen contar con el respaldo social que requieren para permanecer y crecer con visión de futuro. Este dolor tendrá que verse transformado en voluntad de encarar el reto de devolver a las instituciones nacionales conservacionistas su vigor, creatividad y pertinencia. Javier lo agradecerá.

Dice Patti Smith, la enorme poeta estadounidense, que “el dolor puede volverse autoindulgencia y no le sirve a nadie, y es doloroso. Pero si lo conviertes en remembranza, entonces estarás magnificando a la persona que has perdido, y también dando algo de esa persona a otras personas, para que puedan experimentar algo de esa persona”, y tiene razón, pero también es cierto que tenemos que atravesar por nuestro duelo. Cada uno de quienes hemos querido a Javier tendrá que vivir su propio duelo, y ya después lo iremos convirtiendo en remembranza, y engrandeciendo a Javier de la Maza, que permanecerá acompañándonos, gigante, y conversará con otros gigantes que se han ido y no, como Carlos Darwin, Alejandro Humboldt, Asa Gray, Aristóteles y Lineo, con quienes se tuteará, y de quienes se reirá inmisericorde, y no hará sonreír de nuevo.

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Lea, del mismo autor: Distopía maquiavélica

 

Edición: Fernando Sierra


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