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Las calles de Filafetty

La droga arroja a jóvenes y adultos a las aceras, como vómitos o escupitajos
Foto: Reuters

Filadelfia es el epicentro de la epidemia de los opioides en Estados Unidos; a ciertos barrios de la ciudad ya se les conoce como los Wal Mart del fentanilo, fetty en el caló de esa triste corte de milagros. Ahí, en Filafetty, la droga arroja a jóvenes y adultos a las aceras, como vómitos o escupitajos; basura humana que nadie se toma la molestia de recoger. 

Deambulan por las calles, en tránsito con otra realidad: los ojos perdidos, los cuerpos doblados, con escalofríos que recorren sus almas, ya perdidas: el relámpago de un látigo que nace en el espíritu y truena en la carne.

El número de muertes por sobredosis en Estados Unidos superó por primera vez la barrera de los 100 mil en 2020, y ha ido en aumento: 107,764 en 2021, y 109 mil en 2022; tres cuartas partes de estas muertes por sobredosis son ocasionadas por el fentanilo. 

La mascarilla con las que se protegían del coronavirus también impidió a los estadounidenses ver los yonquis muertos que se acumulaban en las esquinas; el vaho de la propia sobrevivencia y el miedo empañó la feroz realidad. 

La zona cero de esta epidemia, el Wuhan del fentanilo, es el lugar en el que el 4 de julio de 1776 los padres fundadores firmaron la declaración de independencia de los Estados; las mismas calles por las que corría un boxeador desconocido soñando con aguantarle un par de rounds al campeón del mundo. 

Ahí, el fentanilo se vende entre tres y cinco dólares —a cincuenta pesos—, se consume en líquido o polvo; es una bomba de Hidrógeno comparada con la que se lanzó sobre Hiroshima, ya que es 50 veces más potente que la heroína y 100 veces más potente que la morfina. Esta intensidad convierte en un zombi a quien la consume, y con sólo dos miligramos la dosis puede ser letal.

Una hormiga pesa tres miligramos. Convertida en esa droga, se torna en marabunta que reprograma el cerebro para que su misión no sea sobrevivir, sino conseguir la droga. Esa es la explicación que da Sam Quinones, periodista de investigación y escritor, cuando se le pregunta por qué alguien querría tomar algo que sabe que lo puede matar.

Quinones, quien fue reportero de Los Ángeles Times y es autor de un exitoso ensayo que le valió el National Book Award, considera que esta "es la peor crisis en la historia de las drogas en Estados Unidos”. En su investigación se incluye el obituario de dos otrora grandes ciudades, cuyos habitantes sucumbieron a esta peste. 

Estas son Muncie, en Indiana, la “capital mundial” de las cajas de cambios de los automóviles hasta que todo se fue al carajo, y Kenton, en Ohio, un pueblo del cinturón de óxido donde las estrellas del deporte del instituto que empezaron a tomar pastillas para el dolor acabaron enganchadas al fentanilo.

Con estos antecedentes, la droga creada por el químico belga Paul Janssen puede convertirse en el principio del fin de Estados Unidos. Las autoridades de ese país, según asegura Quinones, están desbordadas. Y eso es patente en la capital zombi, donde sólo hay policías montando guarda ante una campana oxidada mientras que a pocos metros hombres y mujeres mueren como pajaritos. 

En la búsqueda del paciente cero de esta epidemia, el ex reportero de Los Ángeles Times se remonta a Chicago de 2006. Ahí y entonces, un químico llamado Ricardo Valdez-Torres y apodado El Cerebro convenció a los hombres de Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, de que, antes que la efedrina, convenía fabricar fentanilo. 

Desde México mandaron los primeros 10 kilos, pero sin la advertencia de que había que diluirlos hasta 50 veces antes de venderlos. Murieron tantos que, en su primer brote, se conoció a la droga con el sobrenombre de “inyección letal”. 

Esta semana, el reportaje de un periodista italiano en uno de los campamentos zombis de Filadelfia ha mostrado con crudeza esta tormenta, que se ha convertido en la principal causa de muerte no natural entre los estadounidenses de 18 a 45 años.

El periodista aterriza en el el parque de McPherson Square Library, sorteando cuerpos y jeringas. Ahí cosecha los testimonios de dos adictas que se han visto empujadas a prostituirse para poder consumir y ayuda a otra visiblemente afectada que no puede parar de convulsionar. El video de este descenso lleva ya casi seis millones de visualizaciones. 

En ese purgatorio, igual entrevista a un remedo de hombre, que en otra época se llamaba Joe. Esta sombra de humano relata, desde su ultratumba: ”Mi madre murió de sobredosis delante de mí y mi hermano y mi primo también fueron víctimas del fentanilo. Yo lo consumo porque me hace sentir invencible, en una nube, y es la única forma que tengo de ver a mi madre”.

Por décadas, en México se ha mirado con desdén los problemas de adicciones de Estados Unidos. Aquí no habría traficantes si ahí no hubiera drogadictos, nos blindamos. Sin embargo, como bumerán, al final, todas y cada una de las drogas han terminado en recalar en nuestro país; la tendencia autodestructiva no conoce fronteras. 

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Lea, del mismo autor: El ataque del jaguar que nunca sucedió



Edición: Estefanía Cardeña


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