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El ataque del jaguar que nunca sucedió

El imponente felino, otrora, reinaba la selva maya; ahora queda la sombra de su mito
Foto: Fernando Eloy

Desde que comenzó la obra, hace ya cuatro años, recorre en la oscuridad cientos de kilómetros; llega a su destino cuando los primeros rayos arañan el horizonte. Esa madrugada, durante el trayecto, lee la noticia del ataque de un jaguar a un peón del Tren Maya, que se salvó de milagro.

En el duermevela, recuerda esas horas muertas en las que él es el único obrero en kilómetros, ya que se encarga de desviar a automovilistas extraviados de un camino secundario, que no aparece en mapa alguno. Se imagina las sombras de la selva, que lo acechan para devorarlo; de nada le serviría gritar por auxilio: nadie lo escucharía. 

Al llegar, se cambia de ropa y se pone el chaleco antirreflejante, y como una luciérnaga se dirige en silencio a su puesto. De nuevo, la imaginación lo lastra: la sombra se torna cuerpo y lo ataca con la velocidad del relámpago; el murmullo de la brisa se intensifica en rugido, que después se atraganta con los latidos que se le escapan del cuerpo.

El día no espanta al miedo, que lo acompaña durante toda la jornada. La selva huele ese terror, y se ensaña con el forastero: provoca formas que se asemejan a la piel del felino, adornada con la misma constelación que cubrió a la tierra en los años de la peste; azuza parvadas, que recrean ataques que nunca existieron. 

Hasta los grillos se conjuran y, por primera vez en siglos, no anuncian la llegada de la tarde con la sinfonía de la estridulación. Una impertinente lluvia le da tregua, pero prefiere mojarse y quedarse en la mitad de ese camino fantasma antes de adentrarse al monte donde se camuflajan sus demonios. 

Hasta hace un año, en esa zona reinaba un joven jaguar, el cual estaba llamado a gobernar la parte oscura del universo, tal y como lo consignaban las escrituras. Era descendiente de un mítico jaguar negro, al que le rindieron culto guerreros, gobernantes y sacerdotes. El jaguar ya había marcado su feudo con zarpazos en ceibas y rencores de amoniaco que enloquecía a hembras de su especie.

La historia del jefe ya estaba escrita; incluso se adivinaba en entrelíneas de algunos textos sagrados. Antiguos adivinos vaticinaron astros transitar por el cielo cada vez que el jaguar atravesara el inframundo. Sin embargo, todo se torció: Inmensas garras comenzaron a arañar la tierra hasta hacerla sangrar; arrancaron de un tajo los pulmones del suelo, abrieron de tajo las venas de la corteza. 

La muerte se fue abriendo camino, hasta alcanzar primero a las presas del jaguar y, por último, al jaguar en sí, que durante meses sólo royó los tendones de su leyenda, las vísceras de su mito. A los pocos meses, es ya sólo su sombra la que deambula por ese universo partido en dos: un gato famélico que alguna vez fue el animal más bonito de este mundo. 

Mientras llueve, la bella bestia hace acopio de sus últimas fuerzas y se arrastra hasta el alma seca de la selva, ahí donde su corazón y el de la tierra latirán al mismo tiempo y se fundirán en uno. A lo lejos, ve al hombre, temblando bajo la lluvia. Al principio, un odio lo eriza y le devuelve las fuerzas que se describen en el Popol Vuh como sobrenaturales. Aún moribundo, es capaz de destrozar al hombre de un zarpazo y dejar su cuerpo a los otros de su especie, carroñeros. 

Pero no lo hace: El odio se convierte en lástima. Un ser sin huesos, sin alma: indefenso ante él y la inmensidad; un cachorro que no logra levantarse del suelo, desheredado de una naturaleza que quiere, en vano, domar. Una lágrima en la lluvia. El jaguar, entonces, desvía su mirada, que va de lo insignificante a la eternidad de ese más allá que lo espera ya con ansias. 

De regreso, cuando la noche ya se tragó toda luz, el hombre recala de nuevo a su celular. En la penumbra del autobús, la pantalla ilumina su rostro, aún con el rictus de los sobrevivientes. Lee una aclaración: el ataque del jaguar se registró hace años en Venezuela, y no en Quintana Roo, como se consignó originalmente. 

Llega puntual a su casa, donde lo espera la misma soledad; cena aguardiente y maldice su vida. Soñará con jaguares. Al día siguiente, un automóvil lo atropellará, y tardará tres horas y treinta y dos minutos en morirse. Nadie acudirá en su ayuda. Nadie lo llorará ni lo extrañará; nadie reclamará su cuerpo ni nadie se acordará ni él.

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Lea, del mismo autor: Canícula canija

 

Edición: Fernando Sierra


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